Por Anthony Quispe Oré | 20 de septiembre de 2021
Estela Casanto Mauricio, de 56 años, despertó con los ojos hinchados la mañana del miércoles 10 de marzo de 2021. “Yo no sé lo que me pasará”, murmuraba preocupada y frustrada mientras salía de su vivienda ubicada en una comunidad de la Amazonía. La interpretación de su pesadilla de la noche anterior desencadenó el llanto de sus últimos días.
“Mi madre me contó que había soñado con una tabla, que mi papá le había entregado una tabla y que se había sentado en ella”, recuerda Elea Morales (43), la hija mayor de Estela. Para su madre, la tabla era su ataúd.
Al intuir que su muerte estaba cerca, Estela se despidió de sus nietos, hijos e hijas y de sus yernos. “Mi mamá nunca nos abrazó pero, ese día, abrazó a todos. Me abrazó fuerte, como despidiéndose”, dice Elea.
Ese miércoles 10 de marzo, a las siete de la mañana, Estela salió de la casa de su hija, en la comunidad asháninka de Shankivironi, en la región Junín, en la selva central del Perú. Caminó casi una hora por los surcos del río Shirarini. Siguió la ruta ancestral que sus padres le enseñaron, pero que, desde hace algunos años, le había sido prohibida por unos extraños. Dos días después, el rastro de Estela se perdió entre la vegetación.
La curandera del Ejército asháninka
La primera vez que Estela recorrió el camino junto al río Shirarini fue junto a sus padres, Carlos Casanto y Rosa Mauricio, un 28 de agosto de 1964, cuando nació. Era la cuarta de los siete hijos vivos que tuvo la pareja. Desde niña, aprendió a ayudar a su madre, a limpiar su casa, cocinar la yuca, preparar masato (bebida tradicional) y cuidar a sus hermanos. Aprender a leer o escribir no era una opción para ella.
El abuelo Carlos, apegado a las costumbres de la comunidad, unió a su hija Estela, de solo 13 años, a un joven Julio Morales, cuatro años mayor que ella. “Mi abuelito le entregó a la fuerza. Antes, era costumbre entregar a las hijas. Venía el hijo de un señor, le decía: ‘Yo le quiero a tu hija’ y mi abuelito, así, le entregó”, explica Elea.
Antes de los 15 años, Estela se convirtió en la madre de Elea, su primera hija. “A mi hermana, la segunda, la tuvo, creo, a los 16, y a la última, (la tercera), a Irma, a los 17 años”, cuenta su primogénita. Los últimos hijos, Hernelio y Edith, nacieron cuando ya era una adulta.
En 1989, con tres hijas a cuestas, Estela sintió curiosidad por la medicina ancestral. “Mi madre aprendió preguntando, curioseando”, recuerda Elea. Las habilidades curativas de la joven de 24 años se pondrían a prueba durante la defensa de los territorios de la etnia asháninka ante la incursión de dos grupos terroristas.
A finales de la segunda mitad de la década de 1980, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y el grupo terrorista Sendero Luminoso (SL) buscaron asentarse en la selva central. “Ellos llegaron al territorio en la búsqueda de nuevos espacios donde extender la lucha armada, [...]”, explica el antropólogo Hanne Veber, en su libro Yotantsi Ashi Otsipanki (Historias para nuestro futuro).
Para 1988, según el artículo Las rondas asháninkas y la violencia política en la Selva Central, del antropólogo Oscar Espinosa, las armadas del terror tenían el control de los valles del Perené, Ene y Tambo (Satipo y Chanchamayo), en la región central del Perú. Saquearon a comunidades y asesinaron a líderes indígenas. El primer gobierno del presidente Alan García declaró en emergencia a la selva central.
Elea Morales recuerda que su madre despertó una madrugada de 1989. La defensa del “Ejército asháninka” en Yaviridoni (zona afectada por el terrorismo) no había resultado exitosa y casi matan a sus tíos y su padre. “No sé cómo se han escondido. [...]. El primo de mi mamá estaba grave, herido. [...] Hasta a mi papá le pasó una bala por la cabeza”, relata.
El “Ejército asháninka” se conformó aquel año en respuesta al asesinato del dirigente Alejandro Calderón por el MRTA. “Armándose con escopetas, arcos y flechas, colocaron puestos de control de tránsito en las vías principales […] con la finalidad de lograr la expulsión del MRTA y otros grupos armados”, explica el antropólogo Hanne Veber.
El choque armado representó un alto costo para la población indígena. De acuerdo con el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, emitido en el año 2003, “[…] en las últimas dos décadas del siglo XX, unos 10 mil asháninkas fueron desplazados forzosamente, seis mil fueron muertos y cinco mil de ellos fueron capturados por Sendero Luminoso”.
Estela Casanto fue parte del grupo que sanó las heridas del “Ejército Asháninka”. “Mi mamá estaba sola. Ella atendió a su primo y otros más. Fue la primera que se acercó para curarles […] Trajeron hierbas, ella les atendía, hasta que se curaron”, recuerda Elea, quien relata que los del comando le decían: “Mamita, me lo cura, te vamos a dar recompensa”.
Estela aprendió los efectos de las plantas y posicionar a un feto, meses antes del parto. Ayudó a mujeres nativas y colonas (no nativas) que querían alumbrar de forma natural. Elvis Jayunga, teniente gobernador de la comunidad de Shankivironi, reconoce a Estela “como jefa de mujeres indígenas”, que atendía a las mujeres de su pueblo a cambio de poco o nada. Al terminar cada sesión, Estela apuntaba al cielo y decía: “Él te va a sanar, yo solo pongo mi mano”, recuerda Elea. El pago por sus servicios era la voluntad del paciente.
Mamá Estela intentó confiar su legado a sus hijas pero, no lo consiguió por la rebeldía de las jóvenes Elea, Erlinda e Irma. Su conocimiento de la medicina ancestral quedó, poco a poco, en el olvido.
Indígenas versus colonos
Los ancianos, nativos fundadores de Shankivironi, eran propietarios ancestrales de sus tierras. Con el tiempo, las heredaron a sus familias. En la década del 80, los primeros colonos ocuparon tierras nativas, cuando aquellos herederos empezaron a rentarlas. El terreno vecino al de Estela Casanto, a unos 100 metros frente a su casa, le pertenecía a un familiar. Tras su muerte, sus hijos o yernos debían heredar las chacras, pero, al parecer, estas quedaron sin propietario.
Si un terreno no tiene propietario, la renta o venta de este queda en las manos de la junta directiva de la comunidad. Entre los años 1983 y 1985, la propiedad pasó a manos de Gregorio Cueva, el primer vecino colono de Estela. “Entró un colono […] por intermedio de la comunidad, solicitó el terreno para trabajar”, recuerda Anila Boliviano, ex subjefa de la comunidad de Shankivironi.
Don Gregorio era bueno, me dejaba sacar naranjas de la chacra”, narra Elea. Con el tiempo, el vecino se asentó, tuvo hijas y yernos que, después, vendieron las tierras que él les heredó. Así llegaron los actuales propietarios, la familia de Mildred Vargas.
De la misma forma llegaron, los Carhuallanqui, Taype, Huaraca, Montes, Huamaní, Poma y Machuca. Los primeros habitantes de apellidos foráneos se asentaron en la comunidad en 1985. Compraron las tierras de los yernos e hijos de los ancianos. Los primeros en vender fueron los Machari Mañuri (predecesores del actual jefe Alfonso Machari). “Ellos vendieron los terrenos de la comunidad, siendo nativos”, asevera Anila. Esta práctica se volvió usual en la comunidad.
La incursión de los foráneos en tierras ancestrales no era del agrado de Estela. “De pequeña, me dijo mi mamá que, cuando tenga esposo, no considere vender mi chacra. Mi abuelito le dijo lo mismo a mi mamá. Uno nunca sabe qué tipo de persona vendrá”, explica Elea.
Los bosques que vieron nacer a Estela se extienden por 2 mil 264 hectáreas. Este gran territorio está dividido en cinco sectores: Bajo Shankivironi, Alto Shankivironi, San Carlos, San Cristóbal y 7 de junio, habitados por colonos y nativos. Según Anila Boliviano, los sectores que han sucumbido a la expansión territorial de los colonos son Alto Shankivironi y 7 de junio.
En una colina, desde hace cinco años, una casa de hojas y madera se erige en la cima de una montaña boscosa con riscos peligrosos y tierra resbalosa, cuyas faldas son rodeadas por el río Shirarini. Allí, Estela, con 32 años, empezó a construir su hogar y siguió mejorándolo hasta su muerte, cuando dejó grandes ramajes secos para reparar el techo.
Entre los ancianos fundadores, Carlos Casanto, ex jefe de la comunidad y padre de Estela, no compartía la idea de vender sus chacras, un compromiso que heredó a su hija. “Una vez [...] el vecino le ofreció 40 mil soles para que le venda su terreno, pero ella no quiso”, asegura Elea.
El terreno que ambicionaban los vecinos está en la frontera de los sectores de Bajo Shankivironi y San Carlos. “Me decía que hay un señor gordo y su señora, que se llamaba Mildred, que le ofrecía comprar su terreno. ‘Véndemelo tu terreno’, pero ella no quería y él le decía: ‘Algún día, ese terreno va ser mío’, como si fuera una amenaza”, narra Erlinda.
El conflicto con los vecinos
Los vecinos colonos que vivían en la otra colina hostigaban a Estela. Le impidieron el paso por el camino ancestral, le prohibieron pescar camarones y cangrejos en el río Shirarini. Tampoco podía beber del agua que emanaba de la ladera que compartían. "Tengo problemas con la señora (Mildred), me advirtió”, relata Anila Boliviano, la ex subjefa de la comunidad.
“‘Qué cosa haces buscando, este es mi agua, esta es mi propiedad’, así dice que la humillaban los vecinos”, recuerda Anila, que le mencionaba Estela. En otra ocasión, la líder indígena le contó que bajaba de su chacra con un costalito repleto de leña. En el camino, los vecinos la encontraron, le arrebataron el costal y lo vaciaron. “Como la tía Estela vivía sola, la humillaban”, comenta.
Este relato no pasó desapercibido. Anila asegura que le comentó el problema al jefe de la comunidad, Alfonso Machari, desde 2018. Sin embargo, no se conocieron acciones para proteger la vida de Estela.
Después de la muerte de la lideresa indígena, Elvis Jayunga, teniente gobernador de la comunidad, buscó en los libros de actas si ella había denunciado los hostigamientos, pero no halló nada. Enrique Casanto, ex jefe de la comunidad y hermano de Estela, asegura que sí llegó a quejarse ante toda la comunidad, pero que no le hicieron caso.
Los vecinos de Estela llegaron a la comunidad hace “unos dos o tres años”, calcula Erlinda Morales, hija de Estela. El primer contacto que tuvieron con su madre fue para delimitar sus territorios, prohibiéndole el paso. “Si es posible, te haré una gradita allá para que puedas pasar”, recuerda Elea que le dijeron a su madre. La mujer no se quedó callada y refutó: “Sabe qué señor, yo soy neta de esta comunidad. Tú no tienes derecho de prohibir el paso. Yo defiendo mi territorio. Este terreno es mío, yo he nacido acá”.
El conflicto no solo era territorial sino también por el agua que surgía del lindero que divide los dos terrenos. Los nuevos vecinos habían instalado, sin avisar a Estela, un tubo hacia su casa desde el punto de abastecimiento de agua que compartían. “Calladito él ha hecho su tubo”. Al enterarse, Estela le reclamó: “Cómo es posible, vecino, que tú me vas a hacer esas cosas [...], respeto guarda respeto”, narra Elea. “Después de esto, me dijo mi mamá que el vecino se alteró”, agrega la hija.
En diciembre, Estela se contagió de Covid-19, “pero no le dio fuerte. [...] Decía que le tapaba la respiración. Mi mamá escuchaba que cuando te agarra esa enfermedad, chancas kion, le agregas eucalipto, mático, hojas del monte con agua y lo haces sudar, es bueno,” explica Elea. En 15 días, Estela superó la enfermedad.
Elea Morales, su esposo Julio Aurelio y sus hijos se mudaron a la casa de mamá Estela, debido a la pandemia. Sin embargo, en febrero, Frank Aurelio (14), nieto de mamá Estela, enfermó. “Viví con mi mamá hasta el 23 de febrero. Ese día, mi mamá soñó que mi hijo se iba a morir. Llévalo a curar me dijo”, cuenta Elea.
Los últimos días de Estela
Estela caminó junto a su hermana Celia (43), dos semanas antes de su muerte. Aquel día, fueron a cobrar sus bonos de 600 soles que daba el Estado por la pandemia, conversaron y regresaron a sus casas. Estela compartió su dinero: “Me dio 100 soles para nuestra mamá, 20 soles para mí y 50 soles para mi otro hermano”. Después de un rato, se despidió y dijo: “Ya no voy a volver”.
La mañana del miércoles 10 de marzo, Estela visitó a su hija Erlinda, cuya casa está a algunos metros del hogar de su otra hija Elea, por donde también pasó para despedirse de toda su familia. Enrique Casanto (60), el hermano mayor de Estela, estuvo allí y se abrazaron por última vez. “Ella me dijo que, en cualquier momento, visitaría a nuestra madre, porque la extrañaba”, rememora.
Luego, Estela recorrió por última vez el camino hacia su hogar. Al día siguiente, su sobrina Doris Casanto (46) la encontró durmiendo. La despertó sin querer y conversó con ella. Estela deseaba coca para chacchar ese día, pero ya no tenía. Doris le prometió compartir su coquita con ella por la tarde, una vez comprada, y así fue. Acordaron acompañarse para recibir el pago del programa Juntos (Programa social del gobierno peruano), pero Doris ya no la volvió a ver.
La tarde del mismo día, Estela preparaba ramas secas para reparar su techo. Caía la noche y Julio Aurelio, su yerno, terminaba de ayudarla, cuando su suegra empezó a llorar: “Creo que no voy a existir”, le dijo. Él intentó tranquilizarla. Al despedirse de su suegra, divisó en la casa del vecino a un joven acompañado de una mujer, y partió sin saber que sería el último en verla con vida.
Amanecía el viernes 12 de marzo y el cielo de Shankivironi lloraba intensamente. A las nueve de la mañana, Julio Aurelio partió a la chacra que le heredó en vida su suegra. Pasó por la casa de Estela, camino a su chacra, pero no la encontró.
La vivienda es pequeña, de material rústico, con palos, carrizo y techo de humiro (planta asháninka), unos 12 metros cuadrados, sin fluido eléctrico. “Miré su mosquitero suelto, [...], así que pensé que estaba dormida”, recuerda el yerno. Entonces, llamó a su suegra y, al no recibir respuesta, pensó que estaba en el baño. Se cambió y fue a trabajar.
Julio Aurelio regresó a la casa a las 11 de la mañana, para preparar el almuerzo con su suegra. Ingresó al cuarto y todo seguía intacto. Le resultó sospechoso. Las botas de Estela seguían en su lugar y ella no acostumbraba salir sin ellas. En el barranco, a unos 10 metros de la casa, encontró huellas en la tierra húmeda y las siguió. Había evidencias del arrastre de un cuerpo, “como si se hubiera resbalado o rodado”, describe. Su yerno tuvo miedo y no quiso continuar. Casi al mediodía, llamó a su esposa y sus hijos.
Después de unos 20 minutos, apareció el hijo mayor de Elea y Julio, Wanir Aurelio (23).
—¿Qué pasó papá?— preguntó preocupado.
—No está tu mamita— respondió Aurelio.
El nieto buscó en la casa. Entre las sábanas y el mosquitero encontró sangre.
—Papá, aquí hay sangre— le indicó Wanir.
—Ya la mataron —concluyó triste Aurelio.
Cuando Elea Morales llegó a la casa de su madre, siguió con su esposo la ruta del río, buscando algún rastro de Estela. Los nietos Werner y Frank caminaron hacía la chacra de su abuela. Los jóvenes encontraron pisadas de botas. “Marca Venus, talla 42 aproximadamente”, relata Werner. Las huellas los condujeron hasta las orillas del río Shirarini y, cuando caminaron unos 10 metros a contracorriente, la encontraron.
A orillas del río, entre los matorrales y la maleza, resguardada por piedras e incrustada en una pequeña cueva, había un cuerpo. “Encontré a mi abuela Estela metida en un hueco, [...] Se encontraba echada de espaldas, con las piernas recogidas, como si estuviera de rodillas. Sus manos estaban pegadas hacia los costados de su cuerpo”, recuerda Werner.
En medio del desconsuelo, pensaron en avisar a las autoridades, sin embargo, Werner no soportó ver en esas condiciones a su abuela. “Acaso es un animal, qué cosa”, recuerda Aurelio que dijo su hijo. El cuerpo de Estela tenía un morral de coca, rosado y con flores, que cruzaba un polo blanco manga larga, pantalón jean azul y sin zapatos.
Werner sacó a su abuela y la cargó hasta cierto punto del camino, donde encontró a su madre, Elea, y a sus hermanos llorando. El cansancio hizo que intercalara la responsabilidad con su padre, quien la cargó hasta su casa. La bañaron, la secaron y le pusieron su kushma (vestimenta ancestral asháninka) azul.
Familiares no encuentran justicia
El viernes 12 de marzo de 2021, al mediodía, Doris Casanto, sobrina de Estela, llegaba a la casa de su tía, para verla sin vida. “Encontré a mi tía con su nariz chancada, su cara morada, me quedé fría, desesperada,” recuerda.
“Ya estaba en su cama. Me dijeron que lo habían encontrado en un hueco al fondo, pero ya no fui porque me daba tristeza”, explica Enrique Casanto, padre de Doris y hermano de Estela. Aún le resulta extraño que el yerno y el nieto de Estela sacaran el cuerpo de la cueva y la bañaran. “Debieron llamarnos o llamar a la Policía,” dice Elvis Jayunga, el teniente gobernador.
Por la tarde, agentes de la Policía Nacional del Perú (PNP) llegaron a la casa de Estela Casanto y encontraron su cuerpo sobre la cama, cubierto con una frazada ploma con diseños de la bandera peruana. “Era de contextura delgada, piel morena, cabello negro con ondas, oídos pequeños […], labios delgados, nariz chata”, describe el acta de levantamiento del cadáver, del 12 de marzo de 2021.
Enrique Casanto notó el comportamiento sospechoso de los vecinos tras la llegada de los policías. “El vecino de la bandita estaba incómodo, […] en ese momento, creo que ellos estaban comunicándose con sus familiares,” explica el también exjefe de la comunidad.
Cuando Erlinda Morales llegó, el cuerpo de Estela estaba listo para ser trasladado a la ciudad, para la autopsia. “Ya estaba en una bolsa azul, ya no vi su rostro”, recuerda la segunda hija de Estela.
Anila Boliviano, ex subjefa de Shankivironi, informó sobre la muerte a la Central de Comunidades Nativas de la Selva Central (Ceconsec) y Wilmer Soto, subalterno del teniente gobernador Elvis Jayunga, se comunicó con las autoridades comunales.
Estela Casanto no era una mujer asháninka conocida. La denuncia de su muerte por la Ceconsec, el 13 de marzo de 2021, y la difusión en los medios de comunicación de Lima pusieron su nombre en la agenda de la noticia. Su muerte fue contabilizada, hasta marzo de este año, como la séptima víctima indígena de las mafias de traficantes de tierras en el Perú.
De su labor como mujer nativa e indígena se sabía poco fuera de su comunidad. La catalogaron como “lideresa y dirigente”, pero ella nunca tuvo cargos ejecutivos en su comunidad. “Ella nunca fue jefa”, confirmó el teniente gobernador Elvis Jayunga. Estela fue una de las fundadoras de la comunidad de Shankivironi y defensora de sus tierras. “La respetábamos por ser una mujer valiente”, comenta Anila, ex sub jefa de la comunidad.
La lucha de Estela no se centró en la difusión de sus acciones “dirigenciales”, porque nunca las tuvo, sino en la clara posición que tenía sobre la venta de terrenos en su comunidad y los efectos de la expansión de los colonos. “Los colonos son mayoría en la zona y, desde hace meses, toman decisiones a nombre de la comunidad de Shankivironi”, declaró a un medio nacional Teddy Sinacay, presidente de la Ceconsec.
El día que el nombre de Estela Casanto fue noticia nacional, Luigui Leguía Ortiz (23), investigado por el asesinato, y su familia se marcharon de Shankivironi, partida que fue conocida por el jefe de la comunidad, Alfonso Machari, “a quien se le preguntó por el vecino […] y sus familiares, indicando que se habrían retirado el día (sábado) 13 de marzo a las 15 horas aproximadamente, lo cual sería sospechoso”, estipula el acta de ocurrencia policial del domingo 14 de marzo.
“Sospecho que ellos han sido, ¿por qué han desaparecido? Si ellos saben que no han sido, ¿Por qué no dieron la cara? Uno no se escapa, no se esconde”, opina Erlinda Morales.
Mientras Elea Morales esperaba los resultados del estudio necrológico del cuerpo de su madre en La Merced (provincia de Chanchamayo, a dos horas de Shankivironi), en la comunidad, el teniente gobernador Elvis Jayunga interceptaba a un sujeto que cargaba en una camioneta los pollos, gallinas y todas las cosas de la casa de los vecinos de Estela Casanto.
“‘La señora (Mildred, familiar de Luigui) me ha mandado por sus cosas’, me dijo. Le he intervenido y le dije que no mueva sus cosas hasta que se arreglen las cosas aquí, pero se puso liso (violento), le hice bajar todo. Incluso, insultó a toda la familia”, recuerda Jayunga. En la casa de los vecinos de Estela vivían Mildred Vargas Ortiz, su esposo y su hijo Luigui.
El jefe de la comunidad de Shankivironi, Alfonso Machari (39), autorizó la partida de los vecinos. “El jefe le dio autorización. No sé por qué le dio. Después, cuando le pregunté por esto, me dijo: ‘para qué vamos a retenerlo, la verdad, la verdad, no se sabe si es él, simplemente sospechan’”, explica el teniente gobernador. Durante una ampliación de declaración de testigo, formulada el 14 de marzo de 2021, Alfonso Machari aseguró que los vecinos de Estela solo estaban autorizados para llevar sus gallinas a Kivinaki (Distrito de Perené), para venderlas.
Elea Morales afirma que el jefe incumplió las órdenes de los efectivos policiales. “[...] Bien claro le dijeron los policías al jefe que nadie tiene que sacar nada hasta que se encuentre el culpable. Pero el jefe no entiende, le dio permiso [...], todo sacaron, hasta sus gallinas”, resalta.
A la vuelta de La Merced, Elea ya sabía la causa de muerte de su madre. El certificado de necropsia de la Unidad Médico Legal de Chanchamayo, del 13 de marzo de 2021, indica que la causa de muerte de Estela Casanto fue la “aspiración de coca masticada, la hemorragia subaracnoidea focalizada y la policontusión en la cabeza, cara y cuello” y el desencadenante fue la “coca masticada aspirado a tráquea y agente duro”. En conclusión, reportaron que falleció por atragantamiento con hojas de coca.
Para la familia Casanto, el atragantamiento que sufrió mamá Estela no fue algo fortuito, creen que fue asesinada. “Ella no se ha atragantado. Ella, seguro, estaba chacchando coca. Si se hubiera atragantado, estaría en su casa, pero mi mamá ha aparecido en otro lugar”, comenta Erlinda. “La encontraron a 800 metros más o menos (después de su casa), en una bajada”, agrega la ex subjefa Anila.
Tras la muerte de Estela, el 15 de marzo, hubo un pronunciamiento de la presidencia del Congreso de la República del Perú, a cargo de la parlamentaria Mirtha Vásquez, quien solicitó al entonces ministro del Interior, José Elice, “políticas y acciones de protección en favor de defensores ambientales pertenecientes a comunidades nativas en Junín”. La Defensoría del Pueblo del Perú expresó su “profunda preocupación por la desprotección en que se encuentran defensores indígenas y ambientales.” Además, exigió al Ministerio Público y la Policía que investiguen para hallar a los responsables y que el delito no quede impune.
Por esos días, Elvis Jayunga, teniente gobernador de la comunidad de Shankivironi, fue notificado en la subprefectura de Santa Ana para que firmara una solicitud de garantías para la vida de los vecinos de Estela. “Pero, yo no quise. Por eso, ellos me dijeron: ‘Me estás faltando el respeto’. Pero, yo no entiendo, ¿Por qué ellos fueron a pedir seguro de vida? Hubiera sido lindo que la subprefectura también le haya dado seguro de vida para su familia de la señora Estela, […] la señora Mildred no sé por qué se fue hasta la comisaría, se buscó un abogado, todo”, rememora.
A seis meses de iniciada la investigación por la muerte de Estela, no hay rastro del investigado y su familia, según advierte la familia Casanto. “Los vecinos, ahorita, no están. Su casa está en silencio. No sé si a ellos los están investigando. No me dijeron nada los abogados y la comunidad, la verdad, la verdad, no actuaron, [...]. Nada más respaldaron a los otros”, asevera Erlinda Morales.
La defensora pública del Ministerio de Justicia designada para el caso de Estela Casanto era Miselina Huacaychuco, quien estuvo en las diligencias policiales y fiscales. Luego, la cambiaron por Zoyla García. Convoca.pe pidió una entrevista con la abogada, pero no fue concedida.
Hasta mayo pasado, la investigación preliminar de la muerte de Estela Casanto estuvo presidida por la fiscal provincial de Chanchamayo Betty Lucas Espíritu y la fiscal adjunta Melissa Acosta Chancan. Desde junio, está a cargo del nuevo fiscal provincial Daniel Coronado, quien justificó el retraso de las investigaciones por la pandemia del Covid-19 y no descartó que realicen nuevas diligencias.
“El caso está en etapa de formalización. Aquí se individualizan los delitos a las partes, las mismas que están en calidad de investigadas. Por el momento, no podría asegurar el tiempo que tomará llegar a la etapa acusatoria. Como es un caso complejo, no lo podemos determinar”, explicó el magistrado Daniel Coronado.
Para Anila Boliviano, de la comunidad de Shankivironi, si la muerte de Estela Casanto se hubiera resuelto bajo las tradiciones asháninkas y la justicia comunal, ya habrían descubierto al asesino pero, “por respeto a las leyes, no lo hacemos”.
FOTO PRINCIPAL: El DNI de Estela Casanto es mostrado por una de sus hijas en la comunidad de Shankivironi. Crédito: Anthony Quispe/Convoca.
*Este reportaje fue realizado con el apoyo del Proyecto defensoras ambientales-Acuerdo de Escazú, de la beca Climate Tracker-FES Transformación.