Por Sergio Silva Numa | 22 de abril de 2021
Cuenta Andrea Wulf que cuando el célebre Alexander von Humboldt estaba explorando los territorios de Latinoamérica se llevó una amarga sorpresa. Mientras recorría ese nuevo mundo observando minuciosamente la geografía, las plantas y los animales, se dio cuenta de que algo no marchaba bien. La explotación de recursos naturales por el poder colonial, anotó después, había causado un caos. Los misioneros trataban a los locales de forma brutal, la búsqueda de materias primas estaba acabando con el medioambiente y las desigualdades sociales se multiplicaban. Sudamérica, apuntó en su Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España, estaba siendo destruida a manos de sus conquistadores.
Cuando en 2015 Wulf, británica, historiadora, publicó ¿La invención de la naturaleza', el libro en el que condensó la vida de Humboldt, los países de América Latina aún buscaban la fórmula para resolver el mismo problema que tenían cuando vino el célebre naturalista en el siglo XIX. La explotación de materias primas, base de sus economías, continuaba siendo el origen de cientos de conflictos sociales. Pese a las promesas, ningún gobierno se había resistido al “boom”, ese anglicismo que usamos para describir los altos precios del petróleo, el oro, el carbón, el cobre o el níquel.
“Porque, si algo compartimos los países latinoamericanos, es la riqueza de recursos naturales y la conflictividad, la exclusión y las desigualdades que ha generado su explotación”, dice Daniel Barragán, director del Centro Internacional de Investigaciones sobre Ambiente y Territorio (CIIAT) de la Universidad de los Hemisferios, en Ecuador.
“Aunque somos países muy diferentes compartimos una larga lista de conflictos ambientales. Miras a Perú, a Colombia, a Chile o a México y en todos hay una gran conflictividad. Ésa es nuestra realidad compartida”, complementa Aida Gamboa. “Por eso, en parte, el 22 de abril será un día histórico”.
Gamboa es politóloga y parte del equipo de DAR (Derecho, Ambiente y Recursos Naturales), una organización civil que lucha por la protección de la Amazonía peruana. A lo que se refiere es a que, hoy, después de nueve años de conversaciones, entra en vigor un acuerdo que se ha ido popularizando en la región, el Acuerdo de Escazú, cuyo verdadero nombre es imposible de memorizar: Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe.
“Estamos muy optimistas”, cuenta Érika Castro, abogada y PhD en Ambiente y Ordenación del Territorio. Desde Colombia, donde es investigadora de la Universidad de Medellín, tiene una buena manera de resumir lo que significa este día: “Tal vez es el inicio para superar esta crisis ambiental. No podemos actuar como lo veníamos haciendo”.
Vientos de cambio
El 4 de marzo de 2018 en Escazú, en San José (Costa Rica), hubo un minuto de silencio. Los delegados de 33 países y de varias organizaciones de la sociedad civil decidieron cerrar esa reunión con un homenaje a Berta Cáceres, la activista indígena asesinada en 2016 en Honduras por oponerse a la construcción del proyecto hidroeléctrico "Agua Zarca". La enorme foto suya también recordaba que los líderes ambientales de América Latina estaban pasando por un mal momento.
El año en el que se llevó a cabo ese histórico encuentro, que culminó con la firma del Acuerdo de Escazú, mataron a 164 personas en el mundo por su liderazgo ambiental. Los datos, recopilados por la ONG inglesa Global Witness, indicaban que la mitad de los homicidios había ocurrido en Latinoamérica. Colombia, donde asesinaron a 24 personas, estaba en el segundo lugar del listado mundial, seguido por Brasil.
Las alarmas y los titulares de prensa no habían servido para nada. En 2019, asesinaron a otros 212 líderes ambientales. Colombia, con 64 crímenes, pasó a ocupar el primer lugar, seguido de Filipinas (43). Entre los diez primeros países de esa lista, otros seis más eran latinoamericanos: Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua.
Cuando le pregunto a Berlin Diques, líder asháninka y presidente de la Organización Regional Aidesep Ucayali (ORAU), en Perú, para qué cree que sirve el Acuerdo de Escazú, la primera parte de la respuesta que se le viene a la cabeza tiene que ver, justamente, con esa situación: “Es una herramienta indispensable para garantizar la seguridad de quienes defienden los derechos humanos y el ambiente”.
En Ucayali, desde donde habla, mataron a dos líderes a principios de este año. Herasmo García Grau y Yenser Ríos Bonzano murieron baleados por oponerse a actividades ilegales y querer frenar la deforestación. Al primero, según medios locales, también lo secuestraron y torturaron.
ーPero, ¿cree que esa situación va a cambiar con el Acuerdo de Escazú?
ーLos pueblos indígenas esperamos que sí. Pero sabemos que nuestras comunidades poco o nada le han importado a los Gobiernos de turno. Para ellos somos un grupo de humanos en un segundo nivel de la sociedad. Por eso, así entre en vigor el Acuerdo, tenemos claro que vamos a seguir luchando para que escuchen nuestra vozー responde Diques.
Su temor lo comparten muchos. Aunque el documento final que fue firmado en Costa Rica es, de alguna manera, revolucionario, falta un largo camino para que empiece a surtir efecto. Daniel Barragán, del Centro Internacional de Investigaciones sobre Ambiente y Territorio, en Ecuador, prefiere, por ejemplo, pararse del lado de la prudencia.
“Se ha generado una gran expectativa, pero tenemos que ser claros: el 22 de abril no van a cambiar las cosas. Tenemos que ser conscientes de que el Acuerdo plantea un proceso de implementación. Cada país deberá hacer reformas políticas y normativas. La región no parte de cero, pero hay que ver cómo aterrizamos ese documento en los territorios. Los cambios no se darán de la noche a la mañana”, explica.
“A partir de hoy empieza una segunda fase de implementación y entrada en vigor. Es un largo camino. Pero ha sido un proceso que va a tener un gran impacto en el derecho y la democracia ambiental”, dice Mauricio Madrigal, director de la Clínica de Medio Ambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes, en Colombia.
Para explicar en qué consiste el Acuerdo y no perderse en los términos de las leyes y los códigos, Madrigal usa una analogía. Imagínese, asegura, “que se establecieron unos ‘pisos mínimos’ que deben tener los países en ciertos asuntos, los cuales permiten fortalecer la democracia ambiental en la región. Además, lo importante es que fueron construidos con la participación de muchas personas de la sociedad civil y representantes de gobiernos. Eso permitió consolidar algo clave en este proceso: una gran red de cooperación”.
Esos “pisos mínimos” sobre los que se deberían parar los Estados latinoamericanos se podrían dividir, como escribió el constitucionalista Rodrigo Uprimny en 2019, en cuatro grandes grupos. El primero permite incrementar la transparencia en asuntos ambientales, pues fortalecerá el acceso a la información. El segundo reforzará la democracia ambiental, ampliando la participación ciudadana en todas las discusiones. El tercero mejorará la justicia ambiental al crear mecanismos judiciales ambientales. Y, finalmente, el cuarto será esencial para que no vuelvan a suceder crímenes como los de Berta Cáceres, Herasmo García Grau o Yenser Ríos Bonzano. “Establece”, apuntaba Uprimny, “una protección especial a los defensores ambientales”.
En otra palabras, escribió Madrigal junto al abogado Luis Felipe Gumán-Jiménez en el libro Información Participación y Justicia Ambiental (2020), el Acuerdo de Escazú “pretende generar estándares comunes en materia de información ambiental, participación ciudadana y acceso a la justicia en asuntos medioambientales para cerca de 500 millones de personas en la región”.
En este punto la gran pregunta es ¿Qué sucede si un país, simplemente, no lo quiere cumplir? Como explica Barragán, el acuerdo no plantea sanciones porque no tiene un enfoque punitivo. “Las infracciones se juzgan con la normativa interna de cada país; pero, en términos internacionales, no se creó una jurisdicción ambiental internacional, entonces no se puede llevar a ningún Estado a ninguna corte en caso de incumplimiento”, dice Érika Castro.
Sin embargo, coinciden todos los que fueron entrevistados para este texto, el Acuerdo ayudó a crear algo mucho más importante que un listado de artículos esperanzadores. Como en su construcción participaron muchos líderes, organizaciones y académicos que vigilaron el proceso y sugirieron cambios (tenían voz pero no voto), eso permitió, cuenta Castro, la creación de una gran plataforma de actores ambientales de toda Latinoamérica.
“Eso es importante porque viene un trabajo de mediano y largo aliento para la sociedad civil. Nos corresponde hacer seguimiento y garantizar que no se quede en pacto de papel. La idea es que haya una co-creación entre el Estado y la sociedad y un espacio de diálogo permanente. Nosotros tenemos que impulsarlo”, agrega Aida Gamboa, de DAR.
Daniel Barrgán tiene una buena manera de sintetizar esas reflexiones: “Lo que plantea el Acuerdo es cambiar la relación entre el Estado y la ciudadanía”. Eso quiere decir que, en el mundo ideal, los Gobiernos de Jair Bolsonaro, de Alberto Fernández o de Sebastián Piñera no podrían o no deberían impulsar nuevos proyectos de explotación de recursos naturales sin tener en cuenta la participación de las comunidades. Tampoco podrían ocultar ningún tipo de información. Si no eluden sus responsabilidades, los Gobiernos también deberían, como anotaron Madrigal y Guzmán, adoptar medidas para prevenir, investigar y sancionar los ataques y amenazas contra los defensores del medio ambiente.
En 2018, el abogado argentino especialista en asuntos ambientales Gastón Médici Colombo publicó un extenso artículo en la revista Catalana de Derecho Ambiental en el que detallaba el proceso detrás del Acuerdo de Escazú. Había, a sus ojos, muchos puntos para destacar. Además de lo que significará este tratado como herramienta de cooperación entre países y como un instrumento para instituciones internacionales como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, había para él algo muy valioso que debía ser subrayado.
“Difícilmente”, anotaba, “el resultado hubiese sido el mismo sin la magnífica participación del público” que acompañó (como Érika Castro, Aida Gamboa, Daniel Barragán o Mauricio Madrigal) todos los encuentros, “exigiendo estándares y recordando los compromisos asumidos”. “Merecen todo el reconocimiento”, concluía.
Ahora que el Acuerdo de Escazú entra en vigor, ellos solo esperan que todos los países de América Latina lo ratifiquen, pese a las campañas de desinformación, los juegos políticos y los cambios de presidentes. Hasta el momento solo lo han hecho 12 de los 24 firmantes: Antigua y Barbuda, Bolivia, Ecuador, Guyana, Nicaragua, Panamá, Santa Lucía, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Uruguay, y más recientemente, Argentina y México. Falta la mitad.
(*) Este reportaje forma parte de Tierra de Resistentes, proyecto coordinado por Consejo de Redacción de Colombia y del que forma parte Convoca.pe y varios medios de América Latina.