La Embajada de Venezuela calcula que unos 40 ciudadanos de ese país han muerto por el virus en suelo peruano. Convoca.pe cuenta la historia de estos venezolanos que llegaron huyendo de la crisis y se toparon con una enfermedad que los llevó a la muerte. Los relatos de sus deudos hablan de las deficiencias del sistema de salud en el Perú, la falta de apoyo del gobierno, el miedo a ser discriminados y el deseo póstumo de llevar las cenizas hasta su tierra natal.

 

José no tiene claro dónde se contagió. Cree que pudo haber sido en el mercado Virgen del Carmen, en la avenida Bocanegra, en el Callao —región colindante a Lima—, a donde iba cada quince días. Era el único sitio al que salía desde que empezó la crisis sanitaria. Había quedado desempleado mucho antes de la cuarentena y era él quien se encargaba de hacer las compras, mientras su esposa hacía teletrabajo desde casa y su hija de 11 años seguía con sus clases virtuales.

Él tenía un año de haber llegado al Perú, proveniente de la ciudad de Mérida, ubicada al oeste del territorio venezolano, en la cordillera andina de esta nación. Su pareja había salido seis meses antes y esperaba en Lima a que su situación económica mejorara para reencontrarse. Sin embargo, la crisis de servicios públicos en Venezuela que culminó con un gran apagón eléctrico lo impulsó a salir con su hija antes de tiempo. 

En la segunda semana de abril, José empezó a presentar dolor de cabeza, fiebre y malestar general. Algo le hacía presagiar que tenía el nuevo coronavirus. Llamó al 113, el número habilitado por el Ministerio de Salud para atender los casos de COVID-19. Le dijeron que no podían ayudarlo porque no tenía dolor de garganta ni dificultad para respirar.

Entonces, decidió automedicarse: comenzó a tomar paracetamol y otros remedios que le recomendaban. “Gracias a Dios me recuperé”, cuenta con el tono pausado que caracteriza a quienes vienen de los estados andinos de Venezuela. “Lo malo fue que, a los días, mi esposa comenzó a sentirse mal”, agrega.

Ella manifestó todos los síntomas. Así que volvieron a llamar al 113 y, de nuevo, les negaron la atención, esta vez con el argumento de que la paciente no había tenido contacto con algún extranjero. 

 

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En la línea 113, José no tuvo la atención que buscaba, entonces, se automedicó. Foto: Difusión

 

“Lo que hice fue tratarla con paracetamol de la misma manera que había hecho conmigo. Pero tenía mucho dolor en el pecho. La llevé a una clínica donde le sacaron una placa del tórax y le dijeron que tenía bronquitis. La prueba del COVID-19 no se la hicieron porque no la tenían. La nebulizaron y le mandaron tratamiento para la casa”, cuenta.

José recuerda que no hubo mejoría. La mujer de 34 años –cuya identidad se reserva a petición de su esposo– se quejaba de malestar en la espalda y se mareaba cuando intentaba levantarse. A los dos días, él volvió a la clínica para pedir un médico a domicilio. Le dijeron que no tenían a nadie disponible para ese servicio. Se acercó a una posta de salud en el Callao y allí le informaron que sólo atendían a pacientes COVID-19 confirmados. Entonces, con ayuda de un amigo, bajó a su esposa por las escaleras desde el cuarto piso en el que vivían y la llevaron hasta la clínica.

“Ese 27 de abril a las 10 y 30 de la mañana le dio un derrame cerebral. Su cara se paralizó”, cuenta José y hace una pausa para respirar. “En la clínica la estabilizaron y me dieron una orden para hacerle una tomografía, allí no tenían tomógrafo y no podían saber qué tan grave era el daño que le había causado el derrame”.

Hizo un recorrido por varios hospitales, pero ninguno tenía tomógrafo. Hasta que llegaron al Arzobispo Loayza a eso de las tres de la tarde. Para ese entonces, ella ya estaba inconsciente. La subieron en una silla de ruedas y la dejaron esperando. Cuando finalmente iban a realizarle la tomografía, ordenaron hacerle la prueba de COVID-19 y el resultado fue positivo. De inmediato, le informaron que no podían hacerle el examen porque contaminaría el tomógrafo.

 

hospital Loayza
En el hospital Loayza no le quisieron hacer una tomografía a la esposa de José. ¿La razón? Tenía COVID-19. Foto: Difusión

 

“Después de que supieron que tenía coronavirus la dejaron sola. Nadie más se quiso acerca a ella”, recuerda José, quien asegura que no fue hasta las 11 de la noche cuando le asignaron una camilla en la carpa de pacientes con COVID-19.

Los días siguientes, él estuvo pendiente de su estado de salud. Pero sólo recibía reportes a medias. Le decían que estaba delicada. El 30 de abril lo llamaron a las 6 y 22 de la mañana para informarle que su esposa había fallecido el día anterior a las 2 y 20 de la madrugada. La notificación llegó 28 horas después de su deceso. “Yo estuve allí en el hospital y nadie me dijo nada. Incluso, me mandaron a comprar pañales y agua cuando ella ya estaba muerta”, se queja.

Cuando pidió las cenizas de su esposa le dijeron que no encontraban el nombre de ella en los archivos. Tardaron cinco días en dárselas. Aunque la duda lo invade, José prefiere no pensar que el crematorio haya cometido un error. “Quiero confiar en Dios, que me hayan entregado los restos de mi esposa porque para mi hija esa son las cenizas de su mamá”, dice.

 

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El Sistema Informático Nacional de Defunciones (Sinadef) registra, hasta el 16 de junio, sólo nueve muertes de venezolanos asociadas al coronavirus. Se trata de cuatro casos confirmados, cuatro sospechosos y uno que figura como “neumonía por coronavirus”. En su mayoría, hombres mayores de 50 años. 

No obstante, el embajador de Venezuela en el Perú, Carlos Scull, dice que su equipo ha registrado cerca de 40 venezolanos fallecidos por el virus y teme que, en virtud del alto índice de contagios en el país, la lista pueda ser mayor. “La situación de los migrantes venezolanos es desesperante. Tenemos un censo con 153 mil hogares en condiciones de vulnerabilidad y existen 55 mil venezolanos que están en peligro de desalojo. Nos preocupa que puedan quedar en la calle y que se expongan al contagio”, explica. 

Hasta ahora, los migrantes no han sido considerados dentro de los programas de ayuda social que el Gobierno ha desplegado por la pandemia. El canciller Gustavo Meza-Cuadra reconoció durante su alocución del 31 de marzo pasado que la población venezolana es una de las más vulnerables. Sin embargo, relegó a los organismos internacionales la responsabilidad de ayudarlos.

La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) e instituciones aliadas han entregado 72 mil raciones de alimentos, han brindado 2,500 atenciones médicas, han dado apoyo en efectivo a 14,800 personas por un total de 953 mil dólares y han cubierto las necesidades básicas de unos 10 mil venezolanos. La Embajada de Venezuela en el Perú, por su parte, ha apoyado a 13 mil familias con bolsas y vales de alimentos en Lima y el resto del país. Pero toda esta ayuda resulta insuficiente para atender a los más de 860 mil venezolanos que se encuentran en el Perú. 
 
Ante la desesperación, algunos han optado por regresar caminando a su país. Sin trabajo, sin dinero y sin un techo donde pasar la cuarentena, no pudieron esperar hasta la apertura de las fronteras y emprendieron el viaje a pie. Algunos esperaron primero que surgiera un vuelo humanitario y se apostaron a las afueras de la sede consular venezolana para ser considerados. Al no recibir respuesta, partieron por su cuenta. Una decena permanece hasta hoy cerca de la sede diplomática con la esperanza de que su acto de resistencia los lleve de vuelta a casa.

 

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Venezolanos duermen afuera del consulado de su país a la espera de un vuelo humanitario. Foto: Luis Enrique Pérez / Convoca

 

Adolfo Zerpa, de 22 años, tiene dos meses durmiendo a las afueras de la sede del consulado, ubicada en la avenida Arequipa, en el Cercado de Lima. Allí llegó con su novia y su primo luego de que fueran desalojados del departamento donde vivían en Punta Hermosa. Todos trabajaban en la playa y, al iniciarse la cuarentena, se quedaron sin empleo. “La deuda de la renta ya sumaba unos mil soles y los dueños comenzaron a presionar”, relata. “Tuvimos que dejarle la refrigeradora y otros productos para que nos dejaran ir”, agrega.

Habían estado dos años en Lurín, pero la experiencia no resultó como esperaban. El plan de la playa tampoco funcionó. De ahí que decidieran que lo mejor era regresar a Cumaná, su ciudad natal. “Nuestra familia en Venezuela nos dijo que averiguáramos sobre el Plan Vuelta a la Patria y nos vinimos a la embajada esperanzados de que saldría un vuelo cada mes. Comenzamos siendo 30 personas. Ya quedamos diez y, ante la falta de respuesta, nosotros también estamos pensando en emprender el viaje de regreso a pie”, cuenta Adolfo. Mientras tanto, se encomienda a Dios para no contagiarse. 

 

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Lo único que quería Richard Rangel era regresar a Venezuela. Tras vivir dos años en el Perú, se sentía frustrado de no haber logrado la estabilidad que buscaba cuando salió con su familia desde Maracay, ciudad situada al suroeste de Caracas. Trabajaba más de 12 horas al día instalando alarmas en autos en la ciudad de Trujillo, en la región La Libertad —al norte del país— y no lograba ver los frutos de tanto esfuerzo. Así que decidió recoger lo poco que tenía y emprender el viaje de vuelta por carretera. Pasó por Lima a buscar a sus hijos que estaban pasando las vacaciones en la casa de un familiar. Su idea era salir todos juntos el 18 de marzo, pero el Gobierno peruano decretó la cuarentena dos días antes y esa medida alteraría para siempre sus planes. 

“Lo que más le hacía ilusión era abrazar de nuevo a su mamá”, cuenta Luz Roa, pareja de Rangel desde hacía 22 años, cuando recuerda los preparativos de aquel retorno fallido.

El cierre de fronteras los dejó sin alternativas. No podían volver a Venezuela ni regresar a Trujillo. De modo que tuvieron que quedarse en el departamento de un familiar, en el Rímac, donde pasaron a vivir hacinadas 14 personas. “Será poco tiempo”, pensaron. Pero los días corrían y a Richard le fue ganando la desesperación. El dinero del viaje se esfumó con la compra de comida, haciendo más improbable la idea del regreso. Hasta que un día se enteraron que la embajada de Nicolás Maduro estaba organizando vuelos humanitarios y se fueron a la sede consular de la avenida Arequipa durante tres días seguidos para ver si tenían suerte.

 

Richard Rangel venezolano víctima del covid
Richard Rangel: instalaba alarmas en los autos en Trujillo. La cuarentena lo cogió en pleno plan de retorno a Venezuela. Foto: Archivo personal

 

“Nos inscribimos en el registro de la embajada para un próximo vuelo. Había salido ya uno y existía la posibilidad de que autorizaran más. Eso emocionó a Richard. En la embajada se estaban reuniendo varios venezolanos que estaban en la misma situación. Llegábamos en la mañana y regresábamos en la tarde a casa. En ese tumulto, no había manera de respetar el distanciamiento social y muchos no llevaban ni mascarillas”, relata Luz. 

A los cinco días, Richard comenzó a sentirse mal. Le dolía la cabeza, tenía escalofríos, diarrea, tos seca y fiebre. Luego de dos semanas, su condición se complicó al presentar dificultad respiratoria. Pero se negaba a buscar un médico. “Le temía a la xenofobia y también a todo lo que habíamos leído sobre que en los hospitales te desaparecían, que una vez que entrabas nadie más te volvía a ver”, recuerda su esposa. 

 

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El temor de Richard no era infundado. El ambiente xenófobo que se vivió en el Perú antes de la pandemia dejó huellas en el ánimo de esta población. Los venezolanos pasaron a encabezar los titulares de alguna prensa sensacionalista y esa campaña de desprestigio que ligaba a los migrantes con la delincuencia caló con fuerza entre los peruanos. Comenzaron las expulsiones televisadas, se intensificaron los operativos de Migraciones contra los irregulares y, de un zarpazo, la política de puertas abiertas llegó a su fin.

La cuarentena alivió esas tensiones al replantear por completo la agenda pública. El término “veneco” dejó de aparecer en las primeras páginas de algunos diarios y el tema de la política migratoria salió del discurso oficial. Sin embargo, todavía hoy muchos migrantes buscan pasar inadvertidos, incluso en estos momentos de emergencia nacional. Cinco de cada diez venezolanos dice sentir miedo de acercarse a una autoridad (policía, sereno, entre otras) para pedir ayuda si presenta síntomas del COVID-19. Esto lo reveló un reciente estudio del centro de investigación Equilibrium CenDE, que recogió la opinión de 400 personas entre el 16 y 17 de junio. 

El levantamiento de información que ha realizado esta entidad desde inicios de la pandemia da cuenta de la vulnerabilidad que sienten los venezolanos en el Perú. Las investigaciones arrojan que 75% de los migrantes se siente excluido de las medidas que ha tomado el Gobierno de Martín Vizcarra para paliar la crisis. A fines de marzo, otra encuesta del mismo centro de investigación reflejó que el sentir de los venezolanos frente a la cuarentena era de preocupación (75%) y ansiedad (53%).

La pandemia vino a visibilizar las condiciones precarias en las que viven estos migrantes. Casi 90% de los venezolanos no tiene un contrato de trabajo, según un estudio de BBVA Research del 2019. Al menos 87% no está afiliado a ningún seguro de salud, de acuerdo al sondeo de Equilibrium CenDE de junio. A raíz de la emergencia, muchos perdieron su empleo y se quedaron sin ingresos. De paso, no son pocos quienes han sido desalojados de sus viviendas por falta de pago, aumentando su riesgo de contagio.

 

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El estado de Richard se agravó. Cada vez le costaba más respirar. Como pudo, Luz se lo llevó al hospital Arzobispo Loayza, donde no lo quisieron recibir. Sin hacerle siquiera una prueba de descarte del coronavirus, le dijeron de frente que no había oxígeno. La misma respuesta obtuvo en el hospital Dos de Mayo y en el San Bartolomé. En ninguno lo aceptaron, pese a que a ella ofrecía comprar el balón o costear la recarga.

“Al final, me lo traje a casa resignada a que se me iba a morir aquí”, cuenta.

 

 

Llamó reiteradas veces al 113 y siempre le decían lo mismo: no hay ambulancia para llevarlo a un hospital. Le sugirieron que buscara serenos que le ayudaran a hacer el traslado. Tampoco tuvo suerte. Al sospechar que era un caso de COVID-19, se negaron por temor al contagio. Luz presionó por las redes sociales e hizo una petición a la ONG Unión Venezolana en Perú. Consiguió ayuda para comprar un balón de oxígeno que le costó 500 soles y con eso Richard aguantó hasta que llegó la ambulancia. El personal médico le dio los primeros auxilios y logró que ingresara al Dos de Mayo. 

Esa noche no había cupo en la carpa que acoge a los enfermos de COVID-19. De modo que Richard tuvo que esperar a que muriera algún paciente para entrar. El 30 de abril, a las 6 de la mañana, se reportaron tres decesos y sus camas quedaron libres. Lo atendieron, pero al final de la tarde se complicó y lo llevaron a una unidad de trauma shock. Pasó inestable varios días. Mejoraba y, al poco tiempo, recaía. Su condición de diabético y una cirrosis hepática complicaron su situación. El cuadro empeoró cuando los riñones comenzaron a fallar.

 

hospital Dos de Mayo
En el hospital Dos de Mayo, Richard tuvo que esperar a que muriera alguien para ser atendido. Foto: Difusión.

 

“El lunes me dijeron que mi esposo estaba mal. Que sólo Dios podía sacarlo de ahí”, recuerda Luz. 

El martes 9 de junio, Richard Rangel falleció a horas del mediodía a la edad de 48 años. En el acta de defunción consta que fue a causa del coronavirus. Un médico le dio la noticia a su esposa y, de paso, le ofreció sus condolencias. Entre llanto, Luz le rogó que le dejaran reconocer el cuerpo porque había pasado casi dos semanas sin verlo. Le permitieron pasar y despedirse de él a más de un metro de distancia. Sin fotos. Sin videos. Sólo unos minutos para decir adiós a quien estuvo a su lado por 22 años.

Las cenizas de Richard hoy reposan en un departamento del Rímac, a la espera de que se levante el estado de emergencia y se reabran las fronteras para retomar el viaje que la cuarentena frustró.

“Él me pidió que si lograba recuperar sus restos no lo dejara en Perú. Lo único que quería era regresar a Venezuela”.