Un conflicto de tierras respaldado por un sector del Banco Mundial que también posee el 5% de las acciones de Yanacocha.

En el valle de Bajo Aguán, en Honduras, el conflicto por la tierra entre campesinos y una empresa ha llegado a niveles de horror. Dinant es uno de los mayores productores de aceite de palma y de alimentos en Centroamérica que está involucrada en esta batalla cruenta que ha registrado más de un centenar de asesinatos. A pesar de estas muertes, la empresa tenía el respaldo económico de la Corporación Financiera Internacional (CFI), la rama del conglomerado de entidades del Banco Mundial que concede créditos a empresas privadas, como demuestra el periodista Sasha Chavkin en este reportaje escrito para el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ). CFI ha tenido una rápida expansión en los países en vías de desarrollo. Sus préstamos anuales superaron los 17.300 millones de dólares en 2014, lo que representa 36% de incremento en relación a 2010. En Perú, esta entidad financiera también tiene presencia en Yanacocha, la aurífera más importante de América del Sur, que protagoniza un conflicto legal y de ataques contra la campesina Máxima Chaupe por las tierras que habita en Cajamarca. Convoca reproduce este reportaje debido a su gran importancia para comprender los costos humanos de la lucha por la tierra y la desigualdad en América Latina.  

 

Glenda Chávez camina entre los naranjos del huerto familiar en dirección a la valla baja de alambre que separa su propiedad de la plantación Paso Aguán de la Corporación Dinant. En el lado de la cerca que pertenece a Dinant, las hileras de espinosas palmas de aceite se extienden a lo largo de kilómetros por el verde paisaje del norte de Honduras.

“Aquí”, dice con voz suave y decidida señalando un punto a su lado de la valla en el que un grupo de búsqueda descubrió las últimas huellas de su padre vivo.

Gregorio Chávez, predicador y agricultor, desapareció en julio de 2012. Al cabo de unas horas, varios hombres de su comunidad encontraron el machete que se había llevado para trabajar en sus plantas. Glenda cuenta que los hombres también vieron en la tierra las marcas de un cuerpo arrastrado que conducían a la propiedad de Dinant.

Cuatro días después de la desaparición de Gregorio Chávez, los participantes en la búsqueda encontraron el cadáver del predicador en la plantación Paso Aguán, sepultado bajo un montón de hojas de palma. Lo habían matado a golpes en la cabeza y presentaba posibles signos de tortura, según informó el fiscal especial del gobierno encargado de investigar su muerte. Glenda y los demás aldeanos sospecharon inmediatamente que lo habían asesinado por predicar desde el púlpito en contra de Dinant, su adversario en una batalla por la propiedad de las tierras que la empresa había incorporado tiempo atrás a su inmensa explotación de aceite de palma.

“Estas fincas están bañadas en sangre”, denuncia Glenda Chávez. “No solo mi papá ha caído, sino que tenemos más de 100 compañeros campesinos que han muerto por la defensa de la tierra”.

El fiscal Javier Guzmán dice que los guardas de seguridad empleados por Dinant son “los más sospechosos” del asesinato de Gregorio Chávez, pero que en el caso no hay acusados. La empresa niega rotundamente su implicación en la muerte.

Según Guzmán –que fue designado por el gobierno federal para investigar la oleada de violencia que ha sacudido la zona en los últimos años–, la muerte del predicador fue uno más de los 133 asesinatos relacionados con los conflictos por la tierra en el valle de Bajo Aguán, en Honduras. Las circunstancias de las muertes siguen siendo objeto de un enconado debate en el marco de una batalla que ha enfrentado a Dinant y otras empresas latifundistas con los colectivos campesinos, y en la que ambas partes se han visto envueltas en una violencia que en ocasiones ha llegado al horror.

El conflicto ha atraído la atención mundial debido en parte a que Dinant, uno de sus protagonistas principales, ha recibido financiación del Grupo del Banco Mundial.

La empresa contaba con el respaldo de la Corporación Financiera Internacional (CFI), la rama del conglomerado de entidades del Banco Mundial que concede créditos a empresas privadas. La CFI prestó su apoyo a Dinant, uno de los mayores productores de alimentos y aceite de palma de Centroamérica, mientras tenían lugar los recientes enfrentamientos por la tierra. En 2009 le proporcionó directamente 15 millones de dólares, y más tarde transfirió 70 millones de dólares a un banco hondureño que era a su vez uno de los mayores financiadores de Dinant.

De este modo, la CFI se alineó con uno de los principales actores de un mortífero conflicto civil al apostar su dinero y su reputación por una corporación poderosa con una historia cuestionable. La entidad financiera no tuvo problemas en ignorar las pruebas a su alcance que deberían haberle disuadido de hacer negocios con Dinant, como descubrió más tarde su propio Defensor del Pueblo.

Mark Constantine, un funcionario de la CFI responsable de la gestión del riesgo social y ambiental, declara que el prestamista aprobó su crédito antes de que la violencia en Bajo Aguán entrase en una espiral incontrolable. Afirma que la corporación está reformando sus políticas para anticiparse mejor a las amenazas para las comunidades locales.

“Tomamos una instantánea en un momento determinado y actuamos sobre esa base”, defendió Costantine. “¿Deberíamos haber reconocido antes algunos de estos asuntos históricos? No lo niego”.

Debido a la importancia cada vez mayor de la inversión privada en los países en desarrollo, la CFI ha experimentado una rápida expansión. Sus préstamos anuales alcanzaron los 17.300 millones de dólares en 2014, lo que representa un incremento del 36% con respecto a 2010. Pero, a pesar de su crecimiento –y de las quejas en Honduras y en otros países de que ha inyectado dinero a empresas implicadas en apropiaciones de tierras y violaciones de los derechos humanos–, la institución sigue siendo menos conocida que su hermano, el Banco Mundial, que concede créditos a los gobiernos.

Diversos grupos pro derechos humanos, así como ex funcionarios del banco, aseguran que la CFI asume riesgos más elevados y tiene que rendir menos cuentas que su homóloga con mayor proyección pública.

Paul Cadario, un antiguo ejecutivo que pasó 37 años en el Banco Mundial, asegura que la institución tiene “un ejército de científicos sociales” conscientes de las normas establecidas por el Banco para proteger a las comunidades locales y el medio ambiente. En cambio, afirma, la CFI suele fiarse de las promesas de sus clientes del sector privado de que “nada saldrá mal”.

Las quejas acerca de los usuarios de los servicios de la CFI afectan a menudo a poblaciones vulnerables que sostienen que están siendo expulsadas para hacer sitio a grandes proyectos. Desde 2004, la CFI ha aprobado más de 180 iniciativas que pueden suponer desplazamientos físicos o económicos, según un análisis de la documentación de la entidad realizado por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés). En esos casos, las familias desplazadas podrían perder sus hogares u otras pertenencias, o ver menoscabados sus medios de vida.

En el caso de Dinant, el Defensor del Pueblo de la CFI concluyó que la falta de atención de la corporación a los riesgos que entrañaba hacer negocios con la empresa reflejaba una incapacidad estructural para tomar las precauciones adecuadas que evitasen los daños sociales y medioambientales causados por los proyectos financiados por ella. El informe de diciembre de 2013 constató que la cultura de la institución está tan centrada en los beneficios que “puede incentivar a su personal a pasar por alto, no especificar o incluso encubrir los posibles riesgos ambientales, sociales y de conflicto”.

Gran parte de las controvertidas inversiones de la CFI incluyen créditos a intermediarios, tales como bancos, fondos de cobertura y empresas de capital riesgo. Al dirigir la financiación a través de estos intermediarios –en vez de prestársela directamente a los clientes del sector privado–, la corporación ha facilitado en gran medida que los destinatarios finales de su dinero hagan caso omiso de sus normas.

Desde 2014, el 42% de la cartera de la CFI está invertida en intermediarios financieros, según el Defensor del Pueblo de la entidad. En una auditoría de su inversión en el banco hondureño Banco Ficohsa, uno de los principales financiadores de Dinant, el Defensor califica las inversiones en intermediarios de “exposición sin análisis ni cuantificación a proyectos con posibles impactos significativamente adversos para el medio ambiente y la sociedad”.

Estas relaciones peligrosas, prosigue el Defensor del Pueblo, son “efectivamente secretas”, lo cual las deja “al margen de los sistemas diseñados para garantizar que la CFI y sus clientes rindan cuentas”. A partir de 2012, solo en el 6% de los préstamos a intermediarios financieros clasificados por la CFI como de alto riesgo se reveló quiénes eran los receptores finales del dinero, según un análisis de la organización Oxfam de lucha contra la pobreza.

Desde 2011, seis comunidades de Asia, África y Latinoamérica han presentado quejas al Defensor del Pueblo de la entidad crediticia por proyectos que contaban con el apoyo de instituciones financieras respaldadas por ella. Entre los afectados hay aldeanos de Uganda que aseguran que sus casas fueron incendiadas para hacer sitio a plantaciones de pino y eucalipto, y campesinos de Camboya, donde una plantación de caucho se apoderó de sus arrozales.

El caso de Dinant es excepcional porque está relacionado con una batalla por la tierra entre terratenientes y campesinos empobrecidos que lleva décadas y que ha tenido avances y retrocesos, y por el número de víctimas asociado a ella.

La CFI asegura que ha tomado medidas para mitigar la violencia en Bajo Aguán, entre otras contratar a un mediador que propicie las negociaciones entre Dinant, los grupos campesinos y las autoridades hondureñas, y persuadir a la empresa para que ponga al día sus protocolos de seguridad y retire las armas a sus guardas en varias plantaciones. Por el momento, la entidad crediticia ha retenido un segundo plazo de 15 millones de dólares del préstamo a la empresa.

La corporación financiera reconoce que prestar dinero en regiones inestables plantea riesgos, pero afirma que su trabajo en esas zonas problemáticas es básico para su misión. Esas inversiones, sostienen sus funcionarios, proporcionan empleos y prosperidad que pueden contribuir a romper el círculo de violencia.

En 2014, la CFI invirtió 640 millones de dólares en “situaciones frágiles y afectadas por conflictos”. La entidad se ha comprometido a aumentar sus inversiones en esas regiones en un 50% entre 2012 y 2016.

“No son cosas para pusilánimes”, señala Constantine, el funcionario encargado de la gestión de riesgos de la corporación. “Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer?”.

 

Indicios de problemas

El origen de la disputa por la tierra en Bajo Aguán data de la década de 1970, cuando una ley nacional de reforma agraria entregó la mayor parte de los ricos terrenos del valle a organizaciones colectivas gestionadas por campesinos. Fue una victoria para los agricultores castigados por la pobreza y atrajo oleadas de inmigrantes a la fértil región de Aguán. Pero en la década de 1990, la suerte de los campesinos dio otro giro cuando el gobierno de Honduras, con el asesoramiento del Banco Mundial, cambió la normativa del país en materia de propiedad de la tierra.

En marzo de 1992, Honduras aprobó una ley que permitía por primera vez parcelar la tierra de los colectivos campesinos y venderla por iniciativa individual. El Banco Mundial apoyó el cambio, que formaba parte de una serie de reformas promovidas por él y enmarcadas en su esfuerzo por impulsar al país hacia la economía de mercado.

Después de que la nueva ley entrase en vigor, diversas extensiones de tierra comunal pasaron rápidamente a manos de Dinant y de otras grandes corporaciones. Gran parte de la tierra se convirtió en explotaciones a escala industrial de aceite de palma, que se utiliza como ingrediente del champú, los helados, la margarina y multitud de otros cosméticos y alimentos. Los grupos ecologistas denunciaron que el crecimiento acelerado del cultivo de palma de aceite había provocado la deforestación y expulsado a las poblaciones vulnerables de sus tierras de origen.

 

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Una pila de palma aceitera fuera de una tienda en el Bajo Aguán (Honduras). Foto: ICIJ.

 

Un informe de 2010 elaborado por una coalición de organizaciones campesinas recoge que, entre 1990 y 1994, se vendieron cerca de 21.000 hectáreas, es decir, el 74% de la tierra en manos de colectivos campesinos de Bajo Aguán.

Constantine opina que las ventas revelaron el fracaso del modelo colectivo creado bajo el impulso de la anterior reforma agraria. “El experimento social no tuvo mucho éxito”, afirma. “Los grandes terratenientes aprovecharon la ocasión y compraron la tierra a quienes estaban dispuestos a venderla”.

Los campesinos y sus defensores cuentan una historia diferente. Sostienen que una vez que se pudo poner a la venta la tierra comunal, los campesinos sufrieron presiones por parte de los latifundistas para que renunciasen a sus derechos. Los campesinos denuncian el acoso a los líderes de los colectivos que se negaban a vender por parte de matones a sueldo, que en ocasiones acribillaban sus casas a balazos, así como la generalización del fraude. Afirman que pequeñas facciones dentro de algunos grupos renunciaron a grandes extensiones a cambio de sobornos individuales.

Como respuesta, los campesinos formaron organizaciones populares para recurrir las ventas de tierras ante los tribunales y ante el gobierno. Pedían que este último les devolviese las extensiones que antes habían pertenecido a los colectivos.

En agosto de 2008, 12 personas murieron en un enfrentamiento entre terratenientes y campesinos por unas tierras en litigio que antes se habían utilizado como centro de entrenamiento militar. Ese mismo mes, un equipo de la CFI visitó Dinant para evaluar un posible préstamo.

Poco después, en diciembre de 2008, la junta de la CFI aprobó un crédito de 30 millones a Dinant. La entidad lo clasificó como de “categoría B”, lo que indica un riesgo bajo de que la inversión pueda acarrear problemas medioambientales o sociales serios.

El Defensor del Pueblo del organismo descubrió más tarde que el equipo de evaluación no había llevado a cabo la más mínima indagación sobre Dinant, el mayor terrateniente de Bajo Aguán, o su propietario, Miguel Facussé, clasificado por Forbes como uno de los millonarios más poderosos de Centroamérica.

El Defensor afirmaba en su informe que si el equipo hubiese hecho una simple búsqueda en Internet, habría encontrado noticias recientes que mostraban que Facussé había sido acusado de estar involucrado en el asesinato de un ecologista, se había enfrentado a una orden de detención por presuntos crímenes contra el medio ambiente, y se había visto envuelto en varias disputas por tierras.

La orden de detención, que acusaba a Facussé de haber permitido que una de sus plantas de procesado de alimentos vertiese sustancias tóxicas en el agua potable durante dos décadas, fue revocada después de que la juez que la dictó dejase su puesto. En 2003, un tribunal desestimó las acusaciones de participación de Facussé en el asesinato del ecologista Carlos Escaleras.          

Facussé y Dinant negaron su culpabilidad en esas causas legales.

La CFI  y Dinant firmaron la concesión del crédito en abril de 2009, en un momento en el que los campesinos aún tenían la esperanza de que los litigios por la tierra se pudiesen resolver de manera pacífica.

El izquierdista Manuel Zelaya, por entonces presidente de Honduras, se ofreció para negociar con los movimientos campesinos y los terratenientes de Bajo Aguán una solución política al conflicto que devolvería parte de la tierra en disputa a manos campesinas.

A continuación, la agitación política hizo que el país se escorase hacia la violencia.

 

Una advertencia desde el púlpito

En el verano de 2009, Glenda Chávez tenía una hija de siete años y estaba embarazada de su segundo hijo. Pasaba la mayor parte del tiempo en casa y trabajaba con su máquina de coser para ganar dinero.

A finales de junio, los soldados asaltaron la residencia presidencial, expulsaron a Zelaya del poder, lo metieron en un avión y lo enviaron a Costa Rica. Glenda recuerda que su padre calificó el golpe de “bárbaro”. Pero ella no se involucró en el conflicto cada vez más exacerbado que estaba fracturando Honduras. “No me preocupaba mucho por la política”, recuerda.

El Gobierno respaldado por el ejército que tomó el poder dejó claro que no iba a seguir adelante con la reforma agraria prometida por Zelaya.

Enfurecido por el golpe y al margen de las opciones políticas, el movimiento campesino adoptó una nueva táctica: las ocupaciones masivas de plantaciones en litigio. Los campesinos llamaron a estas acciones “recuperaciones”. Dinant las llama “invasiones”. Muchas de las muertes en Bajo Aguán ocurrieron entonces.

Dinant recurrió con frecuencia al Ejército hondureño para que desalojase a los agricultores de las zonas en disputa. La empresa y los militares aseguran que los ocupantes siempre iban armados y se mostraban violentos.

“Los campesinos en ningún momento han entrado [a las plantaciones] de una forma pacífica”, declaraba René Jovel, el coronel al mando de la Operación Xatruch, una acción militar con orden de estabilizar la región de Bajo Aguán. “Entran con machetes, escopetas, pistolas y kaláshnikovs”.

Guzmán, el fiscal especial, relata que en algunos casos los campesinos se mataban entre sí y contrataban a sicarios para eliminar a rivales en disputas dentro del movimiento campesino por el control de los lucrativos campos de palma.

Según los grupos de agricultores, estas acusaciones son un invento de la empresa y el Gobierno para justificar los abusos de los soldados y los guardas de seguridad de las latifundistas. Un informe de 2013 del Observatorio Permanente de los Derechos Humanos de Aguán, un grupo vinculado a los movimientos campesinos, reveló que, de las más de 100 muertes violentas relacionadas con el conflicto por la tierra, 89 correspondían a campesinos y 19 a guardas de seguridad, policías, militares y terratenientes.

Vitalino Álvarez, uno de los portavoces de los activistas, declara que las ocupaciones no son violentas. “¿Por qué los que salen heridos son siempre campesinos?”, pregunta.

En noviembre de 2010, cinco de ellos murieron durante un intento de ocupación de la plantación El Tumbador, propiedad de Dinant. Nadie pone en duda que los disparos fatales provinieron de los guardas de seguridad, pero la empresa asegura que actuaron en defensa propia durante un ataque armado por parte de más de 160 campesinos.

Francisco Ramírez, uno de los supervivientes de la ocupación, tiene una gruesa cicatriz que le atraviesa la cara desde el punto donde un proyectil le entró por una mejilla y le salió por la otra. Afirma que iba caminando desarmado en dirección a la verja de entrada de la plantación cuando unos guardas de Dinant que estaban escondidos tras la cima de una colina los sorprendieron con una lluvia de balas.

“Aquí fue donde prepararon la emboscada”, explica Ramírez señalando una pequeña colina cubierta de árboles y espesa vegetación junto a la carretera de El Tumbador. “Aquí es donde recibí el impacto de la bala en la cara”.

 

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Francisco Ramírez, un campesino que recibió una bala en el rostro durante un intento de toma de la plantación de El Tumbador. Foto: ICIJ 

 

Según Roger Pineda, director de relaciones corporativas de Dinant, no hubo tal emboscada.

Preocupado por las muertes en El Tumbador, el presidente de la CFI instó a Dinant a que actuase con moderación y solicitase al gobierno de Honduras que encontrase una solución pacífica al conflicto por la tierra.

Pero la violencia continuó cada vez más cerca de Paso Aguán y la familia Chávez.

En mayo de 2011, un activista campesino llamado Francisco Pascual López desapareció cerca de la plantación Paso Aguán. Los miembros de la comunidad encontraron un rastro de sangre que conducía a los campos de palma, afirma Human Rights Watch.

El mismo mes, el consejo de la CFI aprobó un crédito de 70 millones de dólares para Banco Ficohsa, una de las entidades bancarias más grandes de Honduras, con el fin de “dar apoyo a la concesión de créditos a las pequeñas y medianas empresas del país”. El grupo Dinant era uno de los mayores clientes de Ficohsa, del que obtuvo 17 millones de dólares en créditos en 2008.

Aunque la CFI no desembolsó la segunda mitad de su préstamo directo a Dinant, no tuvo problema en respaldar a la empresa a través de un intermediario. Al tiempo que las relaciones de Ficohsa con Dinant se intensificaban a lo largo de 2010, el personal de la CFI ignoraba los límites de la corporación referentes a la cantidad que Ficohsa podía prestar a un mismo cliente, argumentando que Dinant era un “líder regional” y que Miguel Facussé, su propietario, era un “respetado hombre de negocios”.

Tres meses después de que se aprobase el crédito de Ficohsa, Dinant informó de un ataque con víctimas mortales perpetrado por campesinos durante un intento de ocupación de la plantación Paso Aguán. Murieron cuatro guardas de seguridad y un empleado de la empresa, asegura Pineda, y parecía que al menos uno de los guardas había sido ejecutado. Al empleado lo habían torturado y le habían cortado las orejas, afirma.

Glenda Chávez recuerda que, con la propagación del conflicto, su padre empezó a pronunciarse en contra de Dinant. Gregorio Chávez nunca estuvo afiliado a los movimientos campesinos, pero se sintió defraudado por la empresa cuando sus guardas de seguridad se convirtieron en una presencia intimidatoria que imponía el toque de queda a las seis de la tarde. Plantó palma de aceite en la propiedad familiar, pero su hija cuenta que cuando fue a vender los frutos, los guardas de Dinant y la policía se metieron con él dando por hecho que el producto era robado. 

“Mi papá fue un hombre que nunca se quedó callado”, recuerda. “Nunca le gustó la injusticia, y no le gustaba la forma en la que Miguel Facussé [el propietario de Dinant] entraba a la comunidad”.

La violencia que aquejaba a otras zonas del norte de Honduras aún no había alcanzado a su pequeño colectivo de unas 450 familias, llamado Panamá. Durante sus últimos meses de vida, rememora Glenda, su padre lanzó advertencias desde el púlpito que presagiaron su propia muerte violenta.

“En sus sermones decía,  ‘Cuando se derrame la sangre de uno de nosotros en esta comunidad, la comunidad se va a levantar’”, cuenta.

 

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José Chávez y Glenda Chávez en su propiedad donde encontraron los últimos rastros de vida de Gregorio Chávez. Foto: ICIJ

 

Panamá se rebela

La tarde del 2 de julio de 2012, sigue recordando Glenda, su madre fue a decirle que su padre no había vuelto a casa. “Fue allí cuando yo sentí en mi corazón que algo le había pasado,” recuerda.

La familia Chávez y sus vecinos iniciaron una búsqueda desesperada. Glenda llamó a sus parientes y a los miembros de la iglesia de Gregorio y dio la alarma a la policía y a los bomberos. Cuando los participantes en la búsqueda descubrieron el machete de Gregorio, la comunidad exigió acceso a la plantación de Paso Aguán.

Transcurrieron varios días antes de que se les permitiese la entrada. Equipos formados por policías y campesinos empezaron a rastrear sus 1.200 hectáreas en busca de pistas del predicador desaparecido. Al principio volvieron con las manos vacías. Entonces, prosigue Glenda, los campesinos pidieron acceso a una sección de la plantación que no habían rastreado, llamada Lote 8.

Los guardas de Dinant respondieron que era una zona restringida e intentaron negarles el paso, afirma Glenda. Después de negociar con la policía, los vigilantes accedieron a retirarse del Lote 8 y los campesinos y la policía empezaron a buscar.

El 6 de julio encontraron el cuerpo de Gregorio.

Pineda, el portavoz de Dinant, alega que cuando se descubrió el cadáver, la empresa ya no tenía control sobre el Lote 8. En los días que siguieron a la desaparición de Gregorio, afirma, los campesinos que lo buscaban se apoderaron del terreno y de otros sectores de la plantación, robaron tractores y frutos de las palmas e incendiaron un almacén. Según él, estos guerrilleros violentos podrían haber traído el cuerpo de cualquier otro lugar.

Dinant y sus guardas no tenían ningún motivo para matarlo, aduce Pineda. “Nunca antes nosotros tuvimos un problema con el señor Gregorio Chávez, siempre fuimos vecinos. ¿Qué podemos ganar nosotros con eso?”.

Guzmán, el fiscal especial, declara que las sospechas de los campesinos de que los guardas de Dinant mataron a Chávez son la explicación “más creíble” de su muerte, pero añade que no hay testigos ni pruebas científicas que los vinculen.

“Son sospechosos, pero no hay evidencia concreta”, concluye

Tras el descubrimiento del cadáver del predicador, la indignación se propagó por la comunidad de Panamá. Los aldeanos crearon una nueva organización para luchar por su causa: el Movimiento Campesino Refundación Gregorio Chávez. A menudo acudieron a Glenda para que hablase en nombre de la comunidad. Para ella sigue siendo doloroso tratar el tema del asesinato de su padre, pero relata las circunstancias que rodearon su muerte con la calma que da la práctica.

Además de denunciar la violencia contra los campesinos, el Movimiento Gregorio Chávez exige que Dinant permita que la plantación Paso Aguán pase a ser propiedad de los agricultores. La empresa se niega a vender ni una parcela de la tierra en disputa, lo cual deja a ambas partes en punto muerto.

“Vamos a recuperar la plantación de Paso Aguán”, decía Santos Torres, un líder del movimiento campesino de Panamá, en un corte de una entrevista radiofónica facilitado por Dinant a los reporteros del ICIJ. “Así nos toque llenar las calles de sangre, la vamos a recuperar”.

Más tarde, Torres aclaró al consorcio periodístico que se refería a la sangre derramada por los campesinos dispuestos a sacrificar sus vidas para exigir sus tierras. “Si tenemos que morir aquí, aquí vamos a morir”, sentenció.

“Que salga el dinero”

Mientras la violencia se disparaba en Bajo Aguán, Dinant seguía beneficiándose de los créditos de la CFI.

En febrero de 2013, cuando había pasado más de un año de la inversión de la CFI en Banco Ficohsa, la entidad bancaria concedió a Dinant un nuevo préstamo de cinco millones de dólares. El dinero era una parte de los más de 39 millones de dólares en créditos al conglomerado de empresas Dinant que Ficohsa aprobaría mientras durase la inversión de la CFI en el banco.

Entre tanto, la manera que Ficohsa tenía de afrontar los riesgos sociales y medioambientales estaba encendiendo las alarmas en la CFI. El mismo mes que Ficohsa envió el nuevo crédito a Dinant, la entidad crediticia descubrió que el banco hondureño no había cumplido con las políticas de salvaguarda social y medioambiental diseñadas para proteger a las poblaciones en riesgo.

Esto no impidió que la CFI continuase colaborando con Ficohsa. En 2013, su Programa de Financiación al Comercio Global otorgó a la entidad bancaria una garantía para dos acuerdos de financiación comercial con Dinant.

Al mes siguiente, el Defensor del Pueblo de la corporación financiera hizo público su informe sobre la inversión en Dinant. El comité de vigilancia interno reveló que la CFI no había investigado ni supervisado adecuadamente a la empresa en ninguna de las etapas del proceso. Según un miembro del personal del banco que habló con el Defensor, el departamento de inversiones quería que “el dinero saliese” sin tener en cuenta los riesgos sociales, y a menudo hizo caso omiso de las preocupaciones del personal responsable de la salvaguarda.

En el caso de Dinant, declaraba el informe, el gestor de la cartera de la CFI rechazó las recomendaciones del especialista en medioambiente de que se siguiese una línea más dura con la empresa. Acto seguido, el especialista fue relevado.

En junio de 2014, la CFI compró una participación de 5,5 millones en Ficohsa.

La entidad financiera se ha comprometido a cambiar su postura con respecto a la evaluación de los riegos sociales de los proyectos y a su forma de supervisar las inversiones en intermediarios. Ha creado una nueva presidencia responsable de la gestión de riesgos y un plan de acción para mejorar el seguimiento de los clientes intermediarios financieros y empezar a investigar a algunos de los receptores finales de los préstamos.

“Estamos intentando encauzarlo estructural y culturalmente”, anunciaba Morgan Landy, director del Departamento Medioambiental, Social y de Gobernanza de la CFI en un encuentro con grupos comunitarios celebrado en octubre de 2014.

“Humillados en nuestras propias casas”

En julio de 2014, los campesinos del Movimiento Gregorio Chávez volvieron a intentar hacerse con el control de la plantación Paso Aguán. La ocuparon durante casi un día antes de que los soldados de Jovel interviniesen y los desalojasen.

Varios miembros de la comunidad de Panamá declararon que los soldados habían abierto fuego sobre ellos durante el desalojo. David Ponce, un joven agricultor, muestra las cicatrices dejadas por una bala que le perforó el hombro. Otros aseguran que los soldados les golpearon y los torturaron.

Glenda Chávez cuenta que estuvo presente durante la expulsión como observadora de los derechos humanos y que utilizó una cámara para filmar a los soldados que disparaban contra los campesinos. Los soldados la detuvieron y se negaron a dejarla ir hasta que no les entregó la cámara.

“Me soltaron las manos y yo me quité el chaleco en el que tenía la cámara, el teléfono y el dinero y los tiré al suelo”, recuerda. “Ellos los recogieron y yo me fui corriendo”.

En noviembre, durante una visita de ICIJ a Bajo Aguán, el coronel Jovel advirtió a los reporteros de que los campesinos de la comunidad de Panamá podrían intentar atraer la atención internacional provocando actos de violencia durante la estancia de los periodistas.

El militar dijo a los miembros de ICIJ que había mandado soldados a Paso Aguán para prevenir un intento de ocupación y que no podía garantizar su seguridad si pasaban por Panamá.

Ese mismo día, los representantes del consorcio visitaron el pueblo evitando las tierras en litigio de Paso Aguán.

Santos Torres, el líder campesino que había lanzado el aviso sobre las calles cubiertas de sangre, estaba sentado junto con una docena de personas en unas sillas plegables fuera de la casa de Glenda. Los hombres mostraron sus cicatrices y distribuyeron fotografías que probaban los desalojos de julio. Torres se mofaba de la idea de que él y sus compañeros estuviesen planeando provocar un enfrentamiento. La realidad, se lamentaba, es que “estamos humillados en nuestras propias casas sin poder salir”.

El huerto donde desapareció Gregorio Chávez está a poca distancia a pie por una carretera de tierra del lugar donde estaban reunidos los campesinos. Glenda ha empezado a plantar naranjos entre las espinosas palmas de aceite que plantó su padre y que ahora piensa que solo han traído dolor a su comunidad. Coge una naranja y la pela hábilmente con su machete. Está dulce y en su punto.

“Cuando muere una palma de aceite, plantamos otro producto”, dice Glenda. “Algo que nos beneficie a nosotros, los campesinos”.