Fotografías y testimonios de familiares de desaparecidos en Ayacucho. Una de las regiones más golpeada en los años de violencia en el Perú
Victoria Ochoa. La desaparición de su esposo, Exaltación Rivera, le robó la vida a esta mujer de 74 años. El dolor es latente en su mirada vacía. Cuando le preguntan sobre lo que pasó solo habla de la exhumación en el caserío Río Blanco, Ayacucho. Dice que afortunadamente solo fue a una porque sabe de otras madres que han ido a varias y no imagina lo que deben sentir cada vez que los forenses remueven la tierra y aparecen los esqueletos con las mandíbulas abiertas como un grito de horror. “Hubo más dolor que alivio”, dice refiriéndose al momento en que sacaron los 25 restos óseos de la fosa en 2008.
Foto: Laura Campos Encinales.
Malila Palomino. Tiene 38 años pero aparenta menos. Su explicación es que quizás se quedó chica porque cuando tenía cinco años se llevaron a su padre aquel 12 de mayo de 1983 y desde entonces su vida se congeló en torno a dos palabras: ¿dónde está? Ella es agricultora, como él. No sabe si se parecen, no hay una foto o un familiar que lo confirme. Tiene hermanos pero es la única que no ha desfallecido en la búsqueda. Todos los días reza, le pide a Dios que los restos de su padre aparezcan entre los restos exhumadas en Río Blanco. Si no es, se pregunta: “¿qué va a pasar con el nicho?, ¿con ese hueco enorme que también tengo en el corazón?”.
Foto: Laura Campos Encinales.
Carmen y Kruzcaya Palomino. Son hijas de padres distintos; las une su madre, Edith Osorio Huayta, una de las pocas mujeres que Sendero Luminoso se llevó de Río Blanco en 1983. Kruzcaya (izquierda) habla poco, se aflige cuando le tocan el tema. Carmen aún tiene fuerzas para abanderar la búsqueda de los desaparecidos del pueblo. “Era joven, bonita”, dice mirando la única foto que tienen de ella; la única prueba de que ella existió. Está molesta con el Estado, con las ONG, con el mundo entero. Le fallaron, la olvidaron. No va a recibir los restos sin que el ADN compruebe que pertenecen a Edith: “para qué vamos a traer unos huesitos que no son”.
Foto: Laura Campos Encinales.
Claudia Vargas. “Mi mamá no pudo esperarlo, me da miedo que a mí me pase lo mismo”. Claudia habla de Hipólito, su hermano desaparecido. No le gusta mucho esa palabra. Dice que mezcla el alivio y la esperanza y que eso duele. Su mamá murió en 2007, un año antes de que exhumaran el sitio de entierro donde se presume estaban las víctimas de Río Blanco. Nunca supo del nicho vacío, tampoco de las demoras del ADN. “Eso la hubiera acabado”, dice. Antes le dolía no saber dónde estaba Hipólito, luego le dolió saber que está muerto, ahora le duele saber que no tiene descanso, que está apilado con muchos más restos en el laboratorio del Instituto de Medicina Legal de Ayacucho. El día que se lo entreguen no sabe si el dolor se irá.
Foto: Laura Campos Encinales.
Victoriano Palomino y Guillermina Gamboa. Victoriano y Guillermina dicen que no les quedan más de quince años de vida y que si llevan diez esperando que les entreguen los restos de su hijo, Oswaldo Valeriano, probablemente sea otro el que se encargue de ponerlo en el nicho. Sin embargo, en dos ocasiones les han mostrado las prendas que llevaban los cuerpos cuando los exhumaron y ninguna coincide con el jean y la camisa crema que él llevaba ese día. Los forenses les han dicho que es normal porque a los desaparecidos solían cambiarles la ropa. Victoriano piensa distinto: “es posible que se haya caído al río; que nunca lo encontremos”.
Foto: Laura Campos Encinales.
Pelagia Echaccaya. Tiene 81 años y solo habla quechua. Tampoco tiene dos de los hijos que trajo al mundo. Uno desapareció en la selva y al otro se lo llevó Sendero Luminoso ese 12 de mayo de 1983. Ella, que pocas veces ha salido de San Francisco de Pujas, viajó a Río Blanco en 2008 para asistir a la exhumación del sitio de entierro donde presuntamente estaba Teófilo. Han pasado diez años desde entonces; diez años menos de vida que le quedan para confirmar que se fue, para enterrarlo y descansar tranquila.
Foto: Laura Campos Encinales.
Pío Pizarro. Es el único hombre de San Francisco de Pujas que busca incesantemente a su desaparecido: su hermano Apolinario. Ese día su madre impidió que Sendero Luminoso también se lo llevara a él: “les dijo, uno, solo uno por favor”. Como el resto de los hombres quechuahablantes es completamente bilingüe, un privilegio con el que no cuentan las mujeres de su comunidad. De ahí que haya asumido la vocería de muchas de las víctimas para reclamarle al Estado que no olvide este caso, “que no nos discrimine porque somos pobres y quechuahablantes”. No entiende cómo “si pudieron sacarle ADN a los dinosaurios, a los huesos de nuestros familiares, no”.
Foto: Laura Campos Encinales.
Soledad Escriba. Carlos, el hermano mayor de Soledad, tenía 14 años cuando Sendero se lo llevó. Ella tenía 4 años y no recuerda nada, solo lo que le han contado. Hasta 2008 creyó que estaba vivo porque, a diferencia de sus padres y su otro hermano que fueron asesinados por los militares tres años después de la desaparición de Carlos, no había un cuerpo al que llorar. El día de la exhumación de 2008, uno de los tres sobrevivientes le confirmó lo contrario: cayó muerto en medio del fuego cruzado. Al lado del nicho reservado para Carlos, están sus papás y su otro hermano, “para que algún día pueda hablar con todos como si nada hubiera pasado. Como si los hubiera conocido”, dice.
Foto: Laura Campos Encinales.
La Hoyada. Un terreno de 4 hectáreas a las afueras de Huamanga, la capital de Ayacucho, es el símbolo al que se aferran las mujeres que desde hace más de treinta años buscan a sus familiares, vivos o muertos. Es el antiguo campo de tiro del cuartel Los Cabitos, el lugar donde, en 1982, surgió la estrategia contrasubversiva de la que resultaron víctimas muchos civiles durante el periodo de violencia. Hasta este lugar, policías y militares llevaron a muchos de los detenidos de la región, donde los torturaban hasta que se autoinculparan de ser “terrucos” (terroristas); donde los mataron y posteriormente los incineraron para no dejar huella.
Foto: Laura Campos Encinales.
Memoria. Sergia Flores, Ventura Tenorio, Juana Carrión y Elena González procuran visitar una vez al mes La Hoyada para dejarle flores a sus familiares desaparecidos. En La Hoyada, el Equipo Forense Especializado de Medicina Legal realizó en 2005 la excavación exploratoria arqueológica más grande del mundo para buscar desaparecidos. El hallazgo fue estremecedor: 50 fosas clandestinas, cuatro hornos crematorios, un tanque de combustible para abastecer los hornos y concentraciones masivas de restos cremados. Cincuenta y nueve esqueletos completos; cincuenta, parciales.
Foto: Laura Campos Encinales.
Cruz. A falta de una tumba que visitar, los familiares de estos desaparecidos levantaron una cruz blanca de tres metros de alto que se convirtió en el símbolo de su tragedia. Sergia Flores, una mujer de 67 años acude a este lugar para honrar la memoria de su esposo Albino, a quien vio por última vez hace 35 años.
Foto: Laura Campos Encinales.
Pérdida. La mayoría de madres, esposas e hijas conservan pocos recuerdos de sus desaparecidos. Dicen que les duele recordar. Han pasado más de treinta años desde que los familiares de estas mujeres fueron detenidos ilegalmente y luego desaparecidos. No saben si los torturaron, por cuánto tiempo, ni cómo murieron. Ellas aún esperan la verdad sobre lo que pasó con sus familiares, tienen más de sesenta años; incluso, muchas de sus madres murieron sin saberlo.
Foto: Laura Campos Encinales.
Cementerio. En La Hoyada, el antiguo campo de tiro del cuartel Los Cabitos, se encontraron 109 restos incinerados y sepultados. Se estima que hay 500 más bajo tierra. El caso llegó a la justicia en 1983 a través de varias denuncias presentadas por los familiares de las víctimas. Sin embargo, por obvias razones estas se archivaron hasta 2003 cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) reconoció que en el cuartel hubo un patrón de violaciones cometidas contra 53 personas y la investigación tomó fuerza.
Foto: Laura Campos Encinales.
Víctimas y culpables. Los civiles torturados y asesinados allí eran incinerados en cuatro hornos crematorios que había debajo de La Hoyada. Sobre el terreno aún permanece el tanque de gasolina que los abastecía. La justicia logró identificar que fueron diez oficiales los que estuvieron al mando de quienes perpetraron los crímenes. Actualmente, solo seis de ellos siguen vivos. Dos ya fueron sentenciados: Pedro Edgar Paz Avendaño (jefe de inteligencia) condenado a 23 años y Humberto Orbegozo Talavera (jefe de cuartel) condenado a 30 años; uno fue absuelto, Roberto Saldaña, jefe de Estado mayor administrativo); las sentencias de otros dos oficiales fueron omitidas por supuestos problemas de salud mental, las de Carlos Millones Estéfano y Carlos Briceño; mientras que el oficial Arturo Moreno está prófugo.
Foto: Laura Campos Encinales.
Ventura Tenorio. “Él trabajaba tejiendo ponchos en la casa y esa mañana las fuerzas del orden entraron y se lo llevaron a la fuerza. Mi tío fue al cuartel a preguntar y le pidieron 50 soles para soltarlo; los llevó y le pidieron 50 más. Él se los dio pero no lo soltaron. Al otro día volvió y ese cabito ya no estaba. El que estaba le dijo que era un terruco, que si volvía también iba a desaparecer, entonces mi tío ya no volvió. Buscamos por todas partes y nada. En la exhumación nunca encontraron sus restos ni su ropa. Se esfumó”, cuenta Ventura Tenorio, de 63 años. Aún busca a su padre Leonidas Tenorio, quien desapareció el 16 de febrero de 1985.
Foto: Laura Campos Encinales.
Sergia Flores. “Los sinchis [miembros de la unidad paracaidista de la Policía Nacional del Perú especializada en la lucha contrainsurgente] llegaron de noche a mi casa. Eran tres. Agarraron a Albino y lo arrastraron en ropa de dormir hasta el corredor. Me decían ‘¿dónde están las municiones?, ¿dónde están las armas’ y yo les decía que no teníamos. Mis hijos de 3, 4 y 6 años estaban ahí. Se lo llevaron y no pude hacer nada. Al otro día fui al puesto de Policía de Pampa Cangallo pero no me dieron razón. Los primeros 10 años pensamos que iba a volver, ya no”, narra Sergia Flores, de 67 años, quien perdió a su esposo Albino Quicaño el 1 de julio de 1983.
Foto: Laura Campos Encinales.
Elena González. “Era de noche.Yo ya no vivía con ellos. Varios militares encapuchados llegaron a la casa y los sacaron. Se los llevaron a la base militar de Totos, en Cangallo. Lo sé porque dos profesoras que lograron salir vivas me confirmaron que ellos estuvieron allá. En ese momento me daba miedo preguntar, buscarlos. Decían que a la mujeres que iban a averiguar las violaban, les pegaban o las detenían. Todavía cuando voy por la calle los busco. Por si acaso”, narra Elena González, de 58 años. El 27 de octubre de 1983 desaparecieron su padre Martín Arcadio González, su madre Julia Chinquillo y su hermano Santiago.
Foto: Laura Campos Encinales.
Juana Carrión. “A Ricardo lo sacaron de la casa, lo tuvieron detenido 3 días en la comandancia policial de Huamanga y luego no se supo más. En una exhibición de prendas del caso encontré su ropa pero ningún resto coincide con mi ADN. Recuerdo muy bien esa camisa color crema porque él se había hecho coser dos camisas con el sastre y me pidió que las recogiera. A Teófilo se lo llevaron una madrugada. Lo montaron a un carro de Policía, yo alcancé a ver pero cuando salí a perseguirlo ya se había ido. Un sobreviviente declaró que lo vio en Cabitos; que lo tenían torturado, con el brazo torcido para que los demás cogieran miedo, pero de él no hemos encontrado nada, ni siquiera ropa”, recuerda Juana Carrión de 59 años. Ella perdió a sus hermanos Ricardo Carrión y Teófilo Carrión, el 26 de julio de 1984 y el 23 de agosto de 1989.
Foto: Laura Campos Encinales.
Cerco. La expansión de los asentamientos humanos que han surgido en los últimos años en los límites de La Hoyada amenazan con sepultar por siempre la posibilidad de encontrar los 500 restos que aún faltan.
Foto: Laura Campos Encinales.
Esperanza. El anhelo común de estas mujeres es no morir sin saber la verdad. La espera es una lucha contra el tiempo.
Foto: Laura Campos Encinales.