En un primer artículo, la directora de Convoca.pe alertó sobre el colapso de los hospitales para atender a los pacientes contagiados por el virus del COVID-19, como parte de un testimonio que escribió sobre la atención de salud que recibió su padre. Ahora, narra cómo el hospital de Ate-Vitarte oculta información importante sobre la evolución y el tratamiento médico de los pacientes de la unidad de cuidados intensivos y, al igual que las empresas de servicios funerarios, maneja de forma ilegal el cuerpo de los fallecidos.

La mañana del sábado 18 de abril partió mi padre luego de dos semanas de luchar por su vida en la sala de cuidados intensivos del hospital de Ate-Vitarte, que en estos tiempos de pandemia se ha convertido en una gran muralla protegida por el secretismo y la indolencia. Un par de horas después, el presidente Martín Vizcarra reconoció desde Palacio de Gobierno, algo que veníamos alertando días atrás: el colapso de los hospitales.

Ante la falta de una cama con ventilador mecánico en el Hospital Dos de Mayo, mi padre ingresó la noche del 4 de abril al establecimiento de Ate, promocionado por el gobierno como el hospital emblemático para atender a los pacientes críticos que dieron positivo al COVID-19. Pero a la luz de diversos hechos constatados, hoy puedo asegurar que este hospital dirigido por el médico Luis Loro Chero, oculta información importante a los familiares sobre el verdadero estado de salud de los pacientes y trasgrede las normas del Ministerio de Salud sobre el manejo de los cuerpos de los fallecidos.

Lo que hemos vivido en estas dos semanas es una permanente vulneración de nuestros derechos.

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Doctor Luis Loro Chero

Los médicos de la unidad de cuidados intensivos del hospital de Ate no tienen contacto con los familiares y por lo tanto nunca informan de manera clara y detallada, sobre la evolución de salud de los pacientes, como alerté en un extenso artículo días atrás. Lo que hacen los médicos intensivistas es entregar un resumen de dos o tres líneas con información general del estado del paciente que luego es interpretado por otros médicos que están a cargo de la doctora Shirley Monzón, de la unidad de referencias del hospital.

Estos médicos que interpretan la poca información brindada por el doctor de turno en la unidad de cuidados intensivos, admiten que no están en capacidad de responder preguntas específicas sobre el tratamiento o la condición de salud del paciente, e incluso se rehúsan a dar el nombre completo del doctor a cargo. “No tenemos contacto con el médico”. “Vamos a hacer su consulta y ver si nos contestan”, son las frecuentes respuestas que dan estos doctores, que suelen llamar a los familiares a partir de las 10 de la noche e incluso de madrugada. Si recibes esa llamada, no habrá forma de que vuelvas a conciliar el sueño y que no saltes del susto cada vez que escuchas el sonido de un teléfono. Pero lo peor de todo no es eso, sino que nos quitan a los familiares el derecho de elegir otras alternativas de atención médica para nuestros seres queridos.

“Los médicos que interpretan la poca información brindada por el doctor de turno que está a cargo de la unidad de cuidados intensivos, admiten que no están en capacidad de responder preguntas específicas sobre el tratamiento o la condición de salud del paciente”.

Durante los primeros días que estuvo internado mi padre, el director del hospital de Ate, Luis Loro, me informó sobre su situación de salud: un par de veces por teléfono y la mayoría de ocasiones vía WhatsApp, a cuenta gotas y de manera general: primero me hablaba de un estado favorable, luego de una situación favorable con momentos desfavorables, después que había respondido en forma positiva a la posición de “pronación” (cuando el paciente es puesto boca abajo) y días después que el estado de mi padre era estacionario. Nunca accedió a darme los nombres de los médicos intensivistas que lo atendían, menos a comunicarme con ellos. Tampoco respondió a preguntas específicas que le hice sobre el tratamiento y optó por derivarme con la doctora Shirley Monzón, que a su vez me trasladó con los médicos de referencia que traducían los resúmenes de los doctores intensivistas.

Lo mismo sucedió con los demás familiares. Varios de ellos esperaban en las afueras del hospital desde las 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde ante la falta de información oportuna y clara. Entre estas personas, conocí a Lisbeth Saldarriaga, una enfermera de 28 años, que el 10 de abril, cerca de la medianoche, vio ingresar a su padre al establecimiento de Ate procedente del hospital de Ventanilla. “Yo lo vi entrar caminando, lo trajeron porque se agitaba”, contó Lisbeth, quien ha vivido desde entonces la indolencia y la angustia permanente ante la falta de información en este hospital.

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Fachada del hospital de Ate-Vitarte, donde los familiares de los pacientes suelen esperar ante la falta de información. Foto: Milagros Salazar Herrera/Convoca.pe

“Uno de esos días que esperábamos, un señor salió en su carro y nos botó con gritos: ‘¡qué hacen aquí, vayan a su casa, se van a contagiar’. Yo le respondí indignada: ‘quién es usted para que nos hable de esa forma, ¿acaso no tiene padre ni madre a quien cuidar?’ Y respondió que era el director de hospital”, narró Lisbeth, a quien alcancé una foto para que identificara si se trataba del mismo Luis Loro. Lo reconoció. Loro es un médico especializado en atender emergencias y desastres que ha hecho carrera en el Estado, actuando con la frialdad de un cirujano que abre un cuerpo de un solo tajo. No acepta preguntas incómodas. Prefiere el silencio, o derivarte, como buen burócrata viejo, a la Oficina de Comunicaciones del Ministerio de Salud.

 

 

Varios de los familiares esperan en las afueras del hospital de Ate desde las 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde ante la falta de información oportuna y clara. Entre estas personas, estaba Lisbeth Saldarriaga, una enfermera de 28 años, quien el 20 de abril perdió a su padre en este hospital".

Ante la falta de información y las preguntas sin respuesta de Luis Loro y su personal médico, busqué a varios doctores que a su vez conocían a algunos de sus colegas que estuvieron de turno en el hospital de Ate. Ellos me informaron entre el 15 y 16 de abril que el estado de mi padre era muy grave.

El jueves 16, la doctora Shirley Monzón aseguró que pondrían un teléfono celular en la unidad de cuidados intensivos para que los doctores pudieran tomar contacto con los familiares. Pero ese día nada cambió: continuó el silencio.

Al día siguiente, el 17 de abril, volvimos a insistir. Monzón me dio el número celular que nos conectaría por primera vez con aquella sala donde mi padre luchaba por vivir. Mi hermana Estela se encargó de llamar una y otra vez. Nadie respondía. Pero no pasaría mucho tiempo para conocer lo que realmente pasaba ahí adentro.

Luis Loro, el director del hospital de Ate, es un médico especializado en atender emergencias y desastres que ha hecho carrera en el Estado, actuando con la frialdad de un cirujano que abre un cuerpo de un solo tajo. No acepta preguntas incómodas. Prefiere el silencio".

Cerca de las 10 de la noche, Estela me llamó llorando: “Milagros, logré comunicarme con la enfermera que atiende a mi papá y me ha dicho que la situación es irreversible. Dicen que solo lo están acompañando”. En ese momento, la real situación que se esconde detrás de un reporte médico calificado como ‘pronóstico reservado’ nos estalló en la cara con toda su crudeza. El médico que estaba a cargo esa noche, de apellido Rodríguez, nunca quiso hablar con nosotros. Insistí con Luis Loro y con Shirley Monzón, pero una vez más no hubo respuesta.

Esa noche no dormimos. Un dolor punzante me atravesó el corazón esa madrugada, era más intenso que los días anteriores. Mi hermana Estela estaba quebrada. Mi otra hermana, Sandra, sintió que se ahogaba. Los hermanos de mi padre soñaron esa noche con él. Mi tío Andrés recuerda que en sus sueños lo vio entrar impecable y tranquilo a su trabajo diciendo: ‘yo estoy bien Andrés, yo estoy bien’. Mi tía Yolanda también se encontró con mi padre en sus sueños: “me vino a visitar a mi casa y me dijo que él no tenía esa enfermedad que todos decían, solo era gastritis. Entonces llegó nuestro hermano Rodolfo y los tres nos abrazamos”.

Estela y yo habíamos planificado ir al hospital con la decisión de atravesar esa gran muralla una vez más. Pero después de las 10 de la mañana, una doctora llamó a mi hermana para decirle que mi padre había muerto.

Si mi padre luchaba como un gran guerrero, a nosotros nos tocaba hacer lo mismo y dar la batalla hasta el final. Pero esa mañana del sábado 18 de abril, me sentí como una niña extraviada, perdida".

Desde que el 31 de marzo empezó esta pesadilla, el dolor y la inmensa tristeza que me acompañó todo este tiempo no me paralizaron: seguí levantándome una y otra vez junto a mi familia para que mi padre recibiera la atención médica necesaria y para hacer público con mi equipo de reporteros del colapso del sistema de salud y las necesidades urgentes para salvar vidas. Si mi padre luchaba como un gran guerrero, a nosotros nos tocaba hacer lo mismo y dar la batalla hasta el final. Pero esa mañana del sábado 18 de abril, me sentí como una niña extraviada, perdida. Mi hermana Estela asumió las coordinaciones de esta nueva etapa: me recogió en mi departamento para ir juntas al hospital de Ate y atender lo que quedaba del camino. Lo que sigue es tan doloroso como cruel.

De acuerdo con el certificado de defunción, mi padre partió el 18 de abril a las 10 de la mañana cuando estaba de turno la doctora Irene Llontop Guevara. A nosotros nos informaron del fallecimiento media hora después en promedio. Llegamos al hospital de Ate luego del mediodía, donde nos atendió una doctora que se identificó como Lizbeth García. A ella le pedimos con insistencia, y entre llantos, ver el cuerpo de mi padre pero dijo que no era posible por medidas de seguridad sanitaria. Luego nos explicó que en estos casos solo correspondía la cremación del cuerpo de mi padre y que tampoco podíamos presenciar ese proceso. Nos dio los teléfonos de la empresa que se encargaría de hacerlo, le hizo firmar a mi hermana el permiso para la cremación y nos dijo que en la tarde vendría la funeraria a llevarse el cuerpo.

Nadie respondía en los teléfonos que nos entregó la doctora García para coordinar los servicios funerarios. A través de Monzón, conseguí otro número de celular donde me informaron que nos llamarían para hacer las coordinaciones. Nunca se comunicaron. Mi hermana había regresado a su casa para atender a su mamá, la actual esposa de mi padre, a quien días antes le dieron de alta en el Hospital Dos de Mayo, donde fue internada en el mismo pabellón que mi papá, también por COVID-19.

Después de tres horas de insistencia, al promediar las 4 y 30 p.m., respondió el trabajador de la empresa funeraria y me informó que a las 5 de la tarde realizarían la cremación en el cementerio Santa Rosa, en Chorrillos. Casi sin batería, cogí un taxi y fui al cementerio. Llegué a las 4 y 58 de la tarde. Un vigilante, de actitud prepotente, me dijo que no era posible ingresar, le informé que existía una directiva del Ministerio de Salud que permitía a dos familiares presenciar el proceso de cremación a dos metros de distancia. El hombre aseguraba que esa información era falsa y que los medios de comunicación estaban informando erróneamente. Pero mintió al igual que lo hicieron los médicos del hospital de Ate-Vitarte.

La directiva sanitaria 087-2020-Digesa/Minsa, aprobada el 22 de marzo por la resolución ministerial N° 100-2020, permite que hasta dos familiares directos del paciente que muere por COVID-19 en un establecimiento de salud, pueda ver el cuerpo, “como apoyo del duelo”, a dos metros de distancia con la protección necesaria para evitar el contagio".

Ante mi insistencia, me comunicaron con el gerente de operaciones del cementerio, Gino Gonzales, quien minutos después envió un mensaje al vigilante para informar que el cuerpo había llegado al mediodía, es decir, antes que mi hermana Estela firmara los documentos para autorizar la cremación en el hospital de Ate. “Ya fue cremado”, añadió el vigilante. Con el celular sin batería y sin vehículo, al borde del ‘toque de queda’, tuve que irme con un hueco enorme en el pecho.

Mi caso no es el único, lo mismo sucedió con los otros familiares de los pacientes del hospital de Ate, de acuerdo con los diversos testimonios que recogí en los últimos días. Todo está documentado.

La directiva sanitaria 087-2020-Digesa/Minsa, aprobada el 22 de marzo por la resolución ministerial N° 100-2020, permite que hasta dos familiares directos del paciente que muere por COVID-19 en un establecimiento de salud, pueda ver el cuerpo, “como apoyo del duelo”, a dos metros de distancia con la protección necesaria para evitar el contagio. La doctora Lizbeth García que nos atendió esa mañana del 18 de abril no cumplió con esta norma a pesar de nuestra insistencia. Los otros médicos que trabajan bajo la coordinación de Shirley Monzón tampoco lo hicieron con otros familiares. El hospital que dirige el médico Luis Loro se ha convertido en un establecimiento de salud marcado por el secretismo, la práctica ilegal y la indolencia.

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Trabajadores que impidieron el ingreso al cementerio San Rosa a la periodista Milagros Salazar Herrera, quien solicitó asistir a la cremación del cuerpo de su padre. Foto: Milagros Salazar/Convoca.pe

La resolución 171-2020-Minsa, del 4 de abril, que modificó la directiva 087-2020, permite que hasta dos familiares puedan presenciar el proceso de cremación de un fallecido por COVID-19. Pero el cementerio San Rosa, de la Policía Nacional del Perú, donde opera el crematorio Piedrangel que recibe una cantidad importantes de estos cuerpos, tampoco cumple con esta directiva.

La vulneración de los derechos de los pacientes y sus familiares ha sido permanente, y quienes son responsables de ello aseguran que lo hacen porque estamos frente a una pandemia y en medio de un estado de emergencia. Todos ellos actúan en forma ilegal.

La resolución 171-2020-Minsa, del 4 de abril, que modificó la directiva 087-2020, permite que hasta dos familiares puedan presenciar el proceso de cremación de un fallecido por COVID-19. Pero el cementerio San Rosa, que recibe una parte importante de los cuerpos, tampoco cumple con esta directiva".

El lunes 20 de abril en la mañana recibí la llamada de Lisbeth Saldarriaga, la enfermera que conocí en las afueras del hospital de Ate el día que murió mi padre. “Mi papito ha muerto, pero no me quieren dejar verlo, no me quieren decir a qué hora falleció y ya se lo quieren llevar. Por favor, ayúdame”, me dijo Lisbeth entre sollozos.

En ese momento envié un mensaje al ministro de Salud, Víctor Zamora: “se están llevando los cuerpos de los fallecidos del hospital de Ate sin autorización de los familiares”. Zamora me puso en contacto con el general en retiro, Augusto Cier, quien lo asesora en estos temas. Al general Cier, un policía de trato amable y diligente, le conté el caso de Lisbeth y le pedí que la ayudara con urgencia porque si hay momentos que nunca más regresan es la posibilidad de ver el cuerpo de tu padre que acaba de morir en medio de una pandemia y acompañarlo hasta el lugar en donde descansará por siempre.

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Lisbeth Saldarriaga, enfermera de 28 años de edad, que perdió a su padre en el hospital de Ate-Vitarte. Foto: Milagros Salazar Herrera/Convoca.pe.

Ese lunes 20 de abril se publicó la resolución ministerial N° 208-2020-MINSA, que permite que el “cadáver puede ser inhumado (enterrado) o cremado según la decisión del familiar directo”. Pero ese día, el personal médico del hospital de Ate no le informó a Lisbeth sobre la opción del entierro a pesar que ya estaba vigente la norma.

“Me presionaron para que yo firmara la autorización de cremación, pero no quise”, narró.  Le dijeron que era la primera persona que pedía la ‘inhumación’ y que era difícil lograrlo. Lisbeth tuvo que batallar durante tres días para conseguir un cementerio que aceptara enterrar a su padre y hacer respetar su derecho. Entre el lunes 20 y miércoles 22, Lisbeth estuvo vigilante en las afueras del hospital de Ate para evitar que se lleven el cuerpo de su padre. En esos días mantuvimos comunicación permanente para acompañarla en su lucha. Pero al igual que a mí, no le permitieron ver el cuerpo de su padre en el hospital. Tampoco le devuelven el teléfono celular de su papá porque los médicos aseguran, sorprendentemente, que ese aparato sigue contaminado por el virus.

“Si hay momentos que nunca más regresan es la posibilidad de ver el cuerpo de tu padre que acaba de morir en medio de una pandemia y acompañarlo hasta el lugar en donde descansará por siempre”.

Hasta hoy, Lisbeth continúa haciéndome preguntas que, de seguro, muchos que han pasado por ese momento doloroso, aún tienen en mente: “¿Será el cuerpo de mi papá?”, “¿cómo puedo hacer para comprobarlo?”. Lisbeth ha llegado a pensar que su padre no ha muerto, porque asegura que en esa sala de cuidados intensivos había otro paciente que tenía el mismo nombre y apellido paterno que el de su padre. “Mi papá es José Saldarriaga Ramírez y el otro señor es José Saldarriaga Salazar”, dice tras recordar que una vez la llamó un médico del hospital de Ate para informarle por error sobre la situación de salud del otro señor.

Aceptar la muerte de un padre que amas es difícil, pero es mucho más difícil aceptar que se fue sin haber visto su cuerpo, sin despedirte físicamente de él. La sensación puede parecerse a la de una mutilación, un robo en el pides ayuda con desesperación y nadie te escucha.

Cuando falleció mi padre, le reclamé al ministro de Salud, Víctor Zamora, por qué nunca respondió mis mensajes sobre la falta de información en el hospital de Ate y las grandes dudas que teníamos los familiares sobre la calidad de atención médica que recibían los pacientes. Esto fue lo que escribió: “No le respondí porque esperaba que mi respuesta fueran los hechos y no las promesas o palabras. Lo siento, no pude cumplir con usted”.

Aceptar la muerte de un padre que amas es difícil, pero es mucho más difícil aceptar que se fue sin haber visto su cuerpo, sin despedirte físicamente de él. La sensación puede parecerse a la de una mutilación, un robo en el pides ayuda con desesperación y nadie te escucha.

He exigido al Ministerio de Salud un informe completo de la atención que recibió mi padre en el hospital de Ate y la forma ilegal en la que retiraron su cuerpo de aquella unidad de cuidados intensivos. También he pedido una sanción al personal médico, incluido al director Luis Loro, que incumplió la directiva 087-2020 por no permitirnos ver a mi padre, y una sanción para el crematorio Piedrangel, que opera en el cementerio Santa Rosa, que impidió nuestro ingreso para presenciar el proceso de cremación, como lo permite la norma.

El Ministerio de Salud dispuso esta semana, ante nuestro pedido insistente, que los familiares directos reporten su caso a la Dirección General de Salud (Digesa) para que se realicen las investigaciones. Digesa acaba de emitir un comunicado para recordar a los establecimientos de salud que deben permitir a dos familiares directos ver el cuerpo de su ser querido con la protección requerida.

Pero el Ministerio de Salud aún no ha establecido cuáles son las sanciones para el personal de salud que incumple la directiva 087-2020 y sus modificaciones, y para las empresas que brindan los servicios funerarios.

Quienes asesoran al presidente Martín Vizcarra y sus ministros deben saber que mientras más energía, tiempo y dinero inviertan en minimizar ante la opinión pública lo que realmente sucede en el sistema de salud, las posibilidades de que más peruanos mueran en las unidades de cuidados intensivos, crecen".

Es bastante doloroso enfrentar una perdida tan grande como la muerte de un padre, como para tener que batallar, además, para que el Estado cumpla sus propias directivas. Ninguna pandemia puede suspender nuestros derechos fundamentales, hacernos olvidar de nuestra condición de humanos y la posibilidad de darle un entierro digno a los seres que amamos. Nadie puede enfrentar una guerra con cifras maquilladas y ocultando la situación real porque eso equivale a pretender ganar una batalla totalmente desarmado.

Quienes asesoran al presidente Martín Vizcarra y sus ministros deben saber que mientras más energía, tiempo y dinero inviertan en minimizar ante la opinión pública lo que realmente sucede en el sistema de salud, las posibilidades de que más peruanos mueran en las unidades de cuidados intensivos, crecen.

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Martín Vizcarra y ministros en su habitual declaración del mediodía

Es momento de que los directores de los hospitales y los profesionales de la salud que están a cargo de la atención de los pacientes salgan a decir la verdad como lo ha hecho un grupo valiente de doctores y enfermeras del Hospital Dos de Mayo cuando alertamos del colapso de este establecimiento de salud tras el episodio vivido con mi padre. El silencio no se justifica para preservar un cargo efímero cuando de por medio está la vida.

 

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Ayer sábado 25 de abril, murió el cuñado de mi tío Andrés, también por COVID-19, en el hospital Hipólito Unanue.  Los familiares directos tampoco pudieron ver el cuerpo, solo aceptaron entregar el ataúd para el entierro luego que mostraron al personal de salud la nueva directiva que se aprobó esta semana.

 

Nadie puede enfrentar una guerra con cifras maquilladas y ocultando la situación real porque eso equivale a pretender ganar una batalla totalmente desarmado".

Esta semana fui a recoger las cenizas de mi padre al cementerio Santa Rosa. Éramos más de 40 personas esperando turno con mascarillas y los ojos hinchados de tanto llorar. Un joven recogía las cenizas de su hermano de 27 años de edad que murió en un hospital de Essalud, otra mujer recogía dos urnas de mármol que apenas podía cargar, un taxista contaba que perdió a su cuñado de 42 años, otro hombre lloraba por la pérdida de un familiar de 30 años que dejaba a dos hijas pequeñas.

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Familiares esperan las urnas de sus familiares  en las afueras del cementerio Santa Rosa. Foto: Milagros Salazar Herrera/Convoca.pe.

Mi padre partió a los 71 años de edad lleno de proyectos y dejándonos un gran legado: vivir intensamente y dar la batalla hasta el final. Fue un emprendedor nato, el hijo mayor que se convirtió en el padre de sus hermanos cuando quedó huérfano de niño en su natal Oyón, en la sierra de Lima. Siempre fue vital, entusiasta y muy generoso con las personas que le pedían ayuda. Era un buen jugador de fútbol que añoraba las jornadas de campeonato, un hombre que prefería vivir con buen sentido del humor antes que quejarse. Era paciente, de pocas palabras, pero muy elocuente cuando hablaba de sus planes de negocio y de los partidos de fútbol.

Recuerdo que una vez, cuando yo tenía unos 11 años de edad, me dejaron como tarea en el colegio hacer un dibujo relacionado al Día del Campesino y le pedí ayuda. Vi como agarraba con delicadeza y destreza el lápiz y combinaba los colores para dar vida al rostro de un campesino tocando una zampoña. Yo lo miraba con gran admiración mientras confirmaba que ese gusto por dibujar que siempre tuve y esa manía por los detalles, lo había heredado de él.

Cada quien le da una interpretación distinta a la partida de un ser querido. En medio del dolor, veo que su muerte física ha abierto un gran portal para que se conozca la verdad en medio de un discurso oficialista e indolente de un sector del Estado. No es una interpretación que me consuela, todo lo contrario, me duele. Mi primo César lo ha interpretado de esa forma: “Si tu padre, el más fuerte de todos los hermanos, el eje de la familia; partió por esa enfermedad, entonces cualquiera de nosotros puede caer. Su gran mensaje es que nos cuidemos, que protejamos la vida”.

Yo prefiero recordarlo así: Mi padre, Jacinto Alfredo Salazar Leaño, es un árbol frondoso y fuerte con raíces infinitas, el origen de cada paso que doy y de mis sueños. Te amo, papá.

 

Foto ilustración de portada: Iván Ciro Palomino.